Las palabras pueden ser como flores verdaderas que con su belleza, color y aroma anuncian frutos venideros, o como flores de plástico, que por bien hechas que estén no van a producir fruto. Las palabras auténticas son las que nacen de nuestra esencia, las que llevan el perfume de nuestro corazón y que anuncian al otro el fruto de nuestra presencia. Con ellas no sólo se puede crear poesía, sino también ciencia y relaciones profundas, cuando las empleamos alimentan nuestra existencia, nuestro propio cuerpo, nos dan salud y llenan de vida nuestro entorno.
Cuando hablamos con palabras auténticas las personas sienten que se abre espacio ante ellas, como cuando inspiramos en lo alto de una cumbre y sentimos que el aire nos penetra hasta lo más hondo, a la vez que nuestra mirada se expande a la par de nuestros pulmones. Cuando entregamos palabras auténticas sentimos estar ante un despejado horizonte marino, que a falta de obstáculos ante nosotros se vuelve un espejo en el que sentirnos. Son palabras que aumentan nuestra perspectiva, que abren nuestra mirada a nuevos mundos. Los que las escuchan tienen la sensación que también ellos son sus creadores, son palabras sin dueños, nacen libres, capaces de superar cualquier obstáculo: es el poder de las palabras auténticas.
Hoy más que nunca el mundo necesita de palabras auténticas, que despejen nuestro horizonte de la neblina de mentiras y autoengaños. Necesitamos crear un nuevo mundo en el que podamos sentirnos auténticos, en el que no nos engañemos con premisas como que la competitividad es progreso. Un nuevo mundo en el que dejemos de ser inválidos a fuerza de invalidarnos con palabras falsas que nos alejan de nosotros mismos, de nuestro sentir.