Crecí escuchando a mi madre nombrarme y definirme como una niña seria, buena estudiante y muy responsable. Sí, esa era yo desde su poderoso cristal.Mi madre, como todas las madres que conozco, tenía muy buenas intenciones y sé que desconocía el devastador efecto de sus palabras. Pero lo tenían. Todas las etiquetas (o formas varias de definir a nuestros hijos) en realidad lo tienen, ya sean positivas o negativas. ¿Por qué?
Voy a seguir sirviéndome de mi propio caso para intentar explicarlo. Como no podía ser de otra manera, ya de muy niña me convertí en lo más parecido a lo que mi madre nombró; siempre la mejor de la clase, la que sacaba dieces, la empollona, y con grandes dificultades para dejarme llevar, con esa actitud seria y responsable que me caracterizaba.¿Qué infancia más aburrida, verdad?Sí, las etiquetas son así, son como un estigma que te marca de por vida. No importa que sean buenas o malas, pero te definen, te condicionan y te limitan.
El caso es que los adultos somos los que nombramos cómo son las cosas, por eso, para un niño, lo que decimos, es.
El niño pequeño (el adolescente, ya es otra historia) cree en sus padres, no pone en duda lo que escucha de boca de papá o mamá. Y esto es así, porque necesita tener una identidad, un lugar suyo, único e irreemplazable en el seno de su familia.De esta manera, sin darnos mucha cuenta, todos los días decimos palabras que definen a los niños; que es un llorón, o muy tímido, o un cabezota, o un pesado, o divertido, o un poco malo, o muy inquieto o el más listo. Entonces el niño empieza desde los cero años, a forjarse un “personaje” que le definirá. Y como los adultos al mirarlo, miramos y seguimos nombrando su personaje, entonces para ser mirado, se esforzará por hacer el mejor papel de ese “traje” que le hemos asignado, ya sea positivo o negativo. Lo más terrible de esto (que nos ha pasado a todos) es que es la semilla que provoca que el niño se pierda de sí mismo. Porque cuando un niño, de tanto escuchar a sus padres se convence a sí mismo que es vago o nervioso, o responsable, o lo que sea que le digamos, queda atrapado en un circuito; como es así, tiene que hacer todo lo posible para seguir siendo así, para ser algo. Se queda sin poder probar otras posibilidades, pierde su libertad de ser.Y es entonces cuando empieza también a no registrarse a sí mismo, ni lo que realmente le pasa, lo que quiere, lo que siente,… y llega a la adolescencia, a la edad adulta, sin saber quién es, y por tanto a desconectar de su ser esencial.Pero, ¿qué podemos hacer como padres para no encarcelar a nuestros hijos en un personaje?Como propone Laura Gutman (a quien, como ya te conté aquí, admiro y con quien me he formado):
- Observarlos, alentarlos y admirarlos sin reducir sus acciones a ninguna etiqueta establecida.
- Estar atentos a no encasillarlos en sus habilidades.
- Para evitar el desliz de mirar su personaje, sería ideal conversar con ellos, saber qué es lo que les pasa, qué sienten, qué dificultades tienen, qué necesitan de nosotros, en lugar de que ellos nos escuchen hablar refiriéndonos a ellos.
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