Dando por saldadas las significaciones de linaje en esta modernidad social en que vivimos, una característica de los apellidos es su composición ortográfica. Se quiera o no, los apellidos, básicamente el primer apellido, está sometido al orden alfabético. Y como tal “orden” genera toda una serie de prelaciones o postlaciones que tienen que llevar las personas desde su inscripción en el Registro civil, difíciles de soslayar o uniformizar.
Quien esto escribe es muy consciente de que la inicial del apellido, justa o injustamente, le ha situado en múltiples circunstancias de forma ventajaosa, apenas compensadas porque la inicial del nombre sea una de las últimas. Y damos en suponer que algo parecido le debe suceder a todo el mundo. El orden alfabético se aparece como inexorable, incambiable y hasta ominoso en muchas ocasiones, y no hace falta citar ejemplos.
Tan pronto los niños empiezan a ser conscientes de que su identidad está ligada a un apellido, generalmente con el inicio de la actividad social infantil por excelencia que es la educación formal, la escuela, el peso del apellido se hace patente. Es posible que algunos niños sufran las consecuencias, se afecten sus seguridades y hasta su autoestima, por algo que les viene dado y que se escapa de su voluntad o preferencia.
Esta realidad merece ser valorada por todos, pero singularmente por los educadores y enseñantes. Nos permitimos sugerir que, en la medida de los posible, intenten desactivar el poder social del orden alfabético, alternado su uso inverso, o iniciando su secuencia desde algún otro punto de la lista. Así se consigue reducir su peso y, además, promueve el conocimiento del propio alfabeto que, por cierto, todavía hay muchísima gente, supuestamente alfabetizada, incapaz de recitarlo. Y poquísimos de hacerlo en orden inverso. Probad, probad…
X. Allué (Editor)