No hace falta ser médico para saber que entre los diferentes medicamentos que se expenden en las farmacias existen enormes diferencias en precios, inclusive tratándose de medicamentos utilizados para un mismo propósito, e inclusive tratándose del mismo medicamento pero con distintas denominaciones comerciales (unas conocidas como “originales” –las fabricadas por el laboratorio que las patentó-, y las otras, “genéricas”). Así por ejemplo, tenemos que el antidepresivo fluoxetina 20 mg en su versión genérica, tiene un costo que oscila entre S/. 0.10-0.50 (US $ 0.03-0.15), en tanto que en su versión original (Prozac) puede llegar hasta los S/. 8 (US $ 2.4); por su parte, el antibiótico azitromicina 500 mg en su versión genérica cuesta alrededor de S/. 2 (US $ 0.67), mientras que su versión original (Zitromax) puede llegar a los S/. 19.5 (US $ 6.5) (datos de farmacias de Lima, julio del 2009).
El mayor problema surge sin embargo, cuando un medicamento de gran necesidad se encuentra aún en el periodo de exclusividad que se le otorga al laboratorio fabricante (20 años desde el registro de la patente), durante el cual ninguna otra casa farmacéutica puede comercializar el producto, y no queda en el mercado otra alternativa más que la onerosa. Y la industria farmacéutica hace todo lo posible por extender al máximo dicho periodo de exclusividad, para impedir la aparición y difusión de los medicamentos genéricos, que le generan enormes pérdidas en ingresos económicos. Y no duda en entablar demandas legales bajo cualquier pretexto contra quienes afecten sus intereses. Por ejemplo, cuando en 1999 el laboratorio Astra-Zeneca perdió la patente por el antiulceroso omeprazol (Prilosec), denunció al fabricante del producto genérico, logrando 30 meses más de exclusividad, al cabo de los cuales volvió a hacer otra querella, ganando un mes y medio adicional. En nuestro medio, Eli Lilly no cesa en su empeño por impedir la comercialización de cualquier presentación del antipsicótico olanzapina, que no sea la suya propia (Zyprexa).
Particularmente infame fue el caso de los medicamentos contra el virus del SIDA. Según Philippe Pignarre, hasta hace algunos años, sólo el 5% de los 40 millones de infectados por el VIH podía acceder a los mismos, por cuestiones económicas; como consecuencia, 3 millones fallecían anualmente por esta enfermedad en África, y la esperanza de vida había retrocedido 25-30% en varios países africanos. Cuando en 1997, el gobierno de Sudáfrica aprobó una ley que permitía la importación de versiones económicas de medicamentos antirretrovirales procedentes de otros países (importación paralela), 39 laboratorios lo denunciaron por “violación de los acuerdos internacionales”, en tanto que la Cámara de Comercio de los Estados Unidos presionó al gobierno sudafricano para que derogara la ley (Lawrence Lessig hizo entonces la siguiente reflexión: “Habrá un momento dentro de treinta años en el que nuestros hijos mirarán al pasado y se preguntarán cómo pudimos permitir que esto ocurriera. Cómo pudimos permitir que se siguiera una línea política cuyo coste directo fue acelerar la muerte de entre quince y treinta millones de africanos y cuyo único beneficio real era afirmar la ‘santidad’ de una idea. Qué justificación podría remotamente existir para una política que tiene como resultado tantas muertes. Cuál es exactamente la locura que permite que tantos mueran por semejante abstracción”).
Para justificar los altos costos de sus medicamentos, la industria farmacéutica y sus defensores suelen explicar que aquéllos son imprescindibles para financiar la investigación y el desarrollo de nuevos fármacos, de tal modo que cualquier restricción en los precios traería consecuencias nefastas para la medicina. Como dijo el presidente de Investigación Farmacéutica y Fabricantes de los Estados Unidos (PhRMA): “Créanme, si le imponemos controles de precios a la industria farmacéutica, y si reducimos la investigación y desarrollo que esta industria puede realizar, eso va a perjudicar a mis hijos y a los millones de estadounidenses que padecen enfermedades graves”. Tal argumento es simplemente falso. El costo de los medicamentos no se destina exclusivamente a recuperar lo invertido en investigación ni a asegurar la aparición de nuevos tratamientos; como han demostrado diversos estudios, la mayor parte se utiliza en publicidad y promoción. La Families U.S. Foundation (2002) llevó a cabo un análisis de los informes presentados a la Securities and Exchange Commission en el 2001, por nueve compañías –Merck, Pfizer, Bristol Myers Squibb, Eli Lilly, Abbott Laboratories, Wyeth, Allergan, Pharmacia y Schering-Plough Corporation–, encontrando que el 27% de sus ingresos fueron destinados a marketing, publicidad y administración, el 18% a beneficios, y solamente el 11% a la búsqueda de nuevos productos. Otra investigación, realizada por Consumers International (2006) en siete países europeos, dirigida a estudiar las prácticas de publicidad de 20 casas farmacéuticas, reveló que la industria de los medicamentos invierte US $ 60 mil millones al año en publicidad, casi dos veces más que en investigación y desarrollo. Por otro lado, una noticia publicada en The New York Times el 27 de junio del 2007, informó que la psiquiatría es la especialidad médica que más beneficios económicos recibe de los fabricantes de medicamentos, mencionando además que dicha industria gastó US $ 2.25 millones en propaganda, honorarios y gastos de viajes para médicos psiquiatras, hospitales y universidades, en el estado de Vermont, Estados Unidos; dicha cifra –añade el artículo- no incluye el costo de las muestras médicas y el salario de los representantes de ventas. Otra noticia publicada en The New York Times el 10 de mayo del 2007, refirió que las retribuciones de la industria farmacéutica hacia los médicos psiquiatras del estado de Minnesota, Estados Unidos, aumentaron seis veces durante el periodo 2000-2005 (hasta llegar a US $ 1.6 millones), en tanto que las prescripciones de antipsicóticos atípicos para niños del programa Minnesota’s Medicaid se multiplicaron por 9 durante dicho periodo; además, aquellos médicos psiquiatras que recibieron más de US $ 5000 a lo largo del periodo 2000-2005 prescribieron tres veces más antipsicóticos atípicos a niños, que aquellos médicos que recibieron menos de dicha suma. ¿Coincidencia? Poco probable, pues resulta cada vez más claro que los “desinteresados” presentes que la industria ofrece a los galenos –desde lapiceros hasta viajes a congresos internacionales con alojamiento en hoteles cinco estrellas–, ejercen una influencia en un porcentaje apreciable de ellos, que se materializa al momento de prescribir (cuando debiera primar el beneficio del paciente antes que el propio interés). Tal como revela otro estudio realizado por Consumers International (2007), hasta el 50% de los medicamentos estarían prescriptos, dispensados o vendidos en forma inapropiada en los países en desarrollo, como consecuencia de aquella influencia. Como resultado, muchas personas terminan recibiendo medicamentos costosos pudiendo acceder a opciones más económicas e igualmente eficaces, lo que es más censurable cuando se trata de poblaciones de escasos recursos (por supuesto que existen casos en los cuales sí es necesario acudir a los medicamentos más caros, tratándose de enfermedades raras o cuando otros tratamientos han fracasado, pero esa no es la generalidad). Claro que la mayoría de “colaboradores” no admite tal compromiso de su objetividad, y hasta se cree merecedora de semejantes prebendas por el simple hecho de ostentar el título de médico.
Pero la propaganda y la “generosidad” de los laboratorios no son los únicos factores que estarían influyendo sobre las decisiones de muchos médicos al momento de decidir una prescripción. Una investigación publicada por la revista The New England Journal of Medicine (2008) revisó 74 ensayos clínicos de 12 antidepresivos registrados por la FDA en el periodo 1987-2004 –que involucraban a más de 12 mil pacientes–, encontrando 38 estudios con resultados favorables para los laboratorios y 36 con resultados no favorables. Del primer grupo, 37 fueron publicados en revistas científicas, en tanto que del segundo grupo, solamente 3 vieron la luz admitiendo los resultados negativos, y 11 se publicaron presentando los resultados como positivos, quedando 22 sin publicarse. Concluyen los autores diciendo que aquellos estudios con resultados favorables hacia la industria farmacéutica, tienen 12 veces más probabilidades de publicarse que aquéllos con resultados desfavorables, dando así la impresión de una abrumadora evidencia científica respaldando el uso de estos medicamentos. Por otro lado, la industria de los medicamentos financia toda clase de actividades supuestamente educacionales dirigidas hacia los médicos, con expositores que no se caracterizan precisamente por su objetividad al presentar datos supuestamente científicos.
Tampoco es cierto que la industria de los medicamentos sea particularmente innovadora, pues los últimos años no han visto surgir muchos tratamientos realmente nuevos, limitándose en la mayor parte de los casos a medicamentos muy similares a sus predecesores, y con escasas ventajas respecto a aquéllos (los medicamentos “yo-también”), o simplemente a nuevas indicaciones para productos ya existentes en el mercado (según Marcia Angell: “en los 5 años que pasaron entre 1998 y 2002, la FDA aprobó 415 medicamentos nuevos, de los cuales sólo el 14% fueron innovadores en realidad. El 9% consistió en fármacos antiguos que habían sufrido algún cambio, el cual, según los parámetros de la FDA, los mejoraba en forma significativa. ¿Y el 77% restante? Por más que resulte increíble, fueron medicamentos ‘yo-también’, clasificados por la entidad como medicinas no mejores que las que ya se encuentran en el mercado para el tratamiento de ciertas enfermedades”). Aunque al momento de ser lanzados o “relanzados” al mercado, cuenten con una descomunal y multimillonaria campaña publicitaria, no exenta de “abundantes” estudios y “opiniones de expertos” (speakers) sumamente favorables -aunque no precisamente independientes-, destinados a convencer a los prescriptores de que el “nuevo” producto es muy superior a los ya existentes, y que por lo tanto justifica con creces su abultado precio. Por ejemplo, el antipsicótico quetiapina fue promocionado inicialmente por Astra-Zeneca (bajo el nombre comercial de Seroquel) como medicamento contra la esquizofrenia, luego como tratamiento para el trastorno bipolar, y hace algunos meses fue presentada su versión de acción prolongada (Seroquel XR) ante la comunidad médica local, con bombos y platillos, y nada menos que en el lujosísimo restaurante limeño La Rosa Náutica.
Y por si todo lo anterior no resultara suficiente, un porcentaje apreciable de los medicamentos que la industria farmacéutica promociona como suyos y que utiliza para intentar justificar sus elevados presupuestos, no proviene de sus propias fuentes, si no de investigaciones financiadas con fondos públicos, y llevadas a cabo en universidades, pequeñas compañías biotecnológicas o en el Instituto Nacional de Salud de los Estados Unidos, los cuales ceden la exclusividad de sus descubrimientos a los laboratorios a cambio de regalías. Al respecto, un informe de la Agencia Nacional de Investigación Económica de los EE.UU. refirió en 1997 que la investigación financiada con dinero público era responsable de 15 de los 21 fármacos más eficaces aprobados entre 1965 y 1992; por otro lado, el Boston Globe reveló que 45 de los 50 medicamentos más exitosos aprobados entre 1992 y 1997, habían recibido fondos del gobierno de los EE.UU.
En suma, la gran diferencia en los precios de los medicamentos originales no se justifica solamente por la investigación y el desarrollo de nuevos fármacos verdaderamente innovadores, si no principalmente por la publicidad –abierta o disfrazada (incluyendo generosos obsequios hacia todos los “desinteresados colaboradores”, así como actividades “educacionales”)- y por las enormes ganancias de una industria farmacéutica dedicada en la actualidad mayormente a la fabricación y difusión de medicamentos poco novedosos y que no ofrecen mayores ventajas respecto a los que ya existen. Aunque muchos de sus áulicos digan lo contrario.
Referencias:
Consumers International. Branding the cure: A consumer perspective on corporate social responsibility, drug promotion and the pharmaceutical industry in Europe. Londres, 2006.
Consumers International. Drugs, doctors and dinners. How drug companies influence health in the developing world. Londres, 2007.
Families U.S. Foundation. Profiting from pain: Where prescription drug dollars go. Families USA Publication No. 02-105, 2002.
Harris G. Psychiatrists top list in drug maker gifts. The New York Times. June 27, 2007.
Pignarre P. El gran secreto de la industria farmacéutica. Barcelona: Editorial Gedisa S.A., 2005.