El desarrollo del cine dotado de sonido tiene en El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, 1931) un hito fundamental. Más allá de constituirse como uno de los puntales clásicos del cine de terror, lanzado por la siempre sofisticada Metro-Goldwyn-Mayer en directa competencia con los solventes productos del género con que la Universal estaba copando el naciente mercado de este tipo de productos, y dejando a un lado el hecho de que el invariablemente complicado Rouben Mamoulian se adjudicara así la mejor adaptación que la inmortal obra de Stevenson ha tenido en la gran pantalla, la película supone una revolucionaria conjunción de elementos audiovisuales que conforman un metraje dinámico, de inagotable imaginación estética y experimentación formal, sin duda a la altura de la gran película alemana del género estrenada el mismo año, la célebre M, de Fritz Lang.
No es la trama, por conocida, sino la forma, la cuestión principal. Sabido es que la novela de Stevenson, y todas las versiones cinematográficas de ella desde esta de Mamoulian, contribuye junto al Frankenstein de Mary Shelley a la instauración del tema del “científico loco”, en este caso a través de un médico (Fredric March) que afirma la posibilidad de separar, mediante la ingestión de una fórmula química, la doble naturaleza moral, positiva y negativa, del ser humano, de manera que resulte posible aislar y erradicar los comportamientos negativos. Lugar común es también que en la historia, en la película, y en las demás películas, en el fondo este argumento crucial adquiere la forma de una tensión erótica entre dos mujeres que suponen dos estilos de vida (y dos formas de concebir el sexo) de signo opuesto: la prometida, Muriel (Rose Hobart), la hija de un prestigioso militar retirado (Haliwell Hobbes), supone emparentar con una familia tradicional de la buena sociedad, formar un hogar y adscribirse a los ritmos y esquemas de la vida aristocrática; en cambio, la cabaretera (y/o prostituta) Ivy Pearson (Miriam Hopkins) encarna la libertad (o el libertinaje), una vida alternativa, alejada de convenciones y ataduras sociales, de compromisos y compartimentos estancos, en la que no existe la rendición de cuentas. Una vida, la primera, es la vida de día; la segunda, la “otra”, es la vida de noche, clandestina, oculta a los ojos de la sociedad que juzga y premia o castiga. Esta historia de terror que se erige igualmente en tratado sobre hipocresía social cuenta con una ventaja añadida: al haberse concebido, filmado y estrenado antes de la entrada en vigor del llamado Código Hays, el mecanismo autorregulador (en cristiano: censura) establecido por los estudios, la película no se corta al retratar dos extremos, una doble presencia soterrada, latente. La primera, la violencia apenas contenida bajo el paraguas del aparente orden social; la segunda, el erotismo insinuado de manera algo más que velada a través del prometido que “no puede aguantar más” y desea casarse cuanto antes, o de su lado “oscuro”, el que desde la primera noche busca cometer el pecado máximo, el mayor quebrantamiento de la ley que rige durante las horas del día, la satisfacción de sus instintos más bajos convirtiéndose en amante de Ivy, una joven a la que Jekyll desea en el momento en que la conoce, pero a la que rechaza cuando ella se le ofrece por razones que no tienen nada que ver con el deseo, sino con los convencionalismos sociales.
Esta capacidad de sintetizar terror, sexo y crítica social viene complementada y magistralmente subrayada por la forma cinematográfica empleada por Mamoulian. De entrada sorprende el uso de la cámara subjetiva: vemos, desde la perspectiva de sus propios ojos, cómo el doctor toca el órgano en su lujosa mansión londinense justo cuando su mayordomo le informa de que debe apresurarse para llegar a tiempo a su clase en la facultad de medicina; cómo se prepara para salir y hace un alto en el espejo del vestíbulo para revisar su aspecto. Es ahí, y no antes, cuando vemos la cara del doctor Jekyll, en lo que es un fenomenal paralelismo con el mecanismo a través del cual conoceremos a Hyde en una parte más adelantada del metraje. El empleo de la cámara subjetiva se prolonga hasta la irrupción del doctor en su clase, acompañada de los comentarios escépticos de colegas y alumnos sobre sus “excéntricas” teorías psiquiátricas. Este cambio de perspectivas, que se mantiene esporádicamente a lo largo del metraje, confiere a la cinta un agudo dinamismo, un aire decididamente moderno que, rubricado por la, como no podía ser de otra manera tratándose de la MGM, lujosa y detallista puesta en escena (los ambientes aristocráticos de la clase alta se mezclan con calles, locales y alojamientos “populares”, por no hablar de la sordidez del sótano-laboratorio, de sus probetas, pipetas, recipientes, microscopios y demás artilugios), contrasta sin embargo con el maquillaje y la caracterización de los actores, más próxima al todavía cercano cine mudo, en el que pómulos, cejas y labios se remarcan con toques oscuros. Curiosamente, los primeros pasos de la transformación de Jekyll en Hyde vienen caracterizados, tras el inicial (e inquietante) juego de muecas de March, por una acentuación de ese maquillaje “artesanal”, con ojeras, mejillas y labios progresivamente sombreados hasta el estallido final, que al principio se oculta a la cámara pero que se ofrece en un plano continuo (y lógicamente retocado) en el momento culminante.
Nos encontramos así con una cinta vibrante, 98 minutos de tensión, terror, erotismo (con una Miriam Hopkins que enseña más de lo que el cine mostraría en los treinta años siguientes, pero cuyo mayor valor erótico, sobre todo, es la actitud del personaje), espléndidamente interpretado por Fredric March, que hace un despliegue físico e interpretativo superlativo, absolutamente genial en las transformaciones y en su caracterización de Hyde (el uso del cuerpo y de la voz), y trabajado por Mamoulian con un riquísimo lenguaje audiovisual que combina cambios de perspectiva, encuadres imaginativos (juegos de espejos y cristales, utilización de escaleras, planos superiores e inferiores), una soberbia composición de planos, una sofisticada y preciosista puesta en escena y unas secuencias de acción y persecución (la huida de Hyde por Londres, perseguido por la policía, y su refugio en el laboratorio con la posterior -y acrobática lucha con las fuerzas del orden), que señalan el progreso de la perfección técnica de un cine que apenas unos años antes pecaba, en general, de excesivo estatismo y peligroso anquilosamiento. El viejo tema, el dilema moral, la eterna lucha entre el bien y el mal, adquiere un moderno barniz de relato sexual de la misma manera que una novela en su día rompedora sirve asimismo como vehículo para actualizar y engrasar la maquinaria del cine al inicio de la estupenda década de los treinta.