La película es otra vuelta de tuerca al agridulce homenaje al club de la comedia que hizo Woody Allen en Broadway Danny Rose (1984), pero superponiendo a la nostalgia y a la camaradería gremial las injerencias y los imprevistos de la vida. Es un ambiente que Apatow y los principales intérpretes conocen a la perfección porque han velado sus armas en él: el esfuerzo de los novatos por alcanzar la fama a cualquier precio --perfectamente encarnado por Jason Schwartzman y Jonah Hill--, la sensación de final de ciclo (artístico y vital) de los que ya la han logrado, los súbitos avisos de un cuerpo que enferma... Pero por encima de todo esto sobresale la tremenda decepción de estos cómicos al descubrir que, cuando las circunstancias se imponen, les resulta imposible sustituir al personaje público sobre el que han construido su popularidad por el ser humano que ha vivido agazapado a su sombra. Eso es lo que descubre de un día para otro George Simmons (Adam Sandler), un cómico consagrado que, de un día para otro, debe hacer frente a una rara enfermedad terminal. La película de Apatow narra la cadena de reacciones a cual más tragicómica que se extiende a partir de ese momento, marcada por un comportamiento inmaduro, errático, negacionista y muy divertido en sus consecuencias. Pero no todo es humor y situaciones grotescas: el punto de llegada de la historia está más cerca de la realidad que muchos supuestos dramas testimoniales «basados en hechos reales».
El cine de Apatow siempre me ha parecido sincero, pero con Hazme reír se ha metido de frente contra la corriente en un tema delicado, quizá con el objetivo --no del todo declarado ni consciente-- de demostrar de una vez su madurez como cineasta. Su objetivo no ha sido componer un drama de superación, sino más bien provocar un descarrilamiento de trenes a cámara lenta: el trabajo de los cómicos profesionales como Simmons es hacer reír a la gente, mostrarse siempre alegres e ingeniosos, aunque sea la última maldita cosa que le apetezca hacer; es lo único que espera de ellos la gente, el único registro que les admitimos. Súbitas embestidas de sinceridad o tristeza están prohibidas, debe ofrecerse un punto de vista permanentemente irónico y sarcástico de la vida. Apatow contrapone en esta película, de la forma más violenta y cotidiana, la imposibilidad de conciliar el deseo de mostrar la verdadera personalidad y la necesidad de mantener un perfil público marcado por el humor. ¿Qué puede salir de este antagonismo irreconciliable? ¿Están los cómicos preparados para enfrentarse a algo así? La respuesta de Apatow --autor también del guión-- no sorprende por su final, sino por la miserable sinceridad con la que está narrado todo el itinerario moral y social de Simmons.