Fiel a las fobias y las filias que heredara de su madre, una ucraniana llegada al país junto con su admirado Simón Radowitsky, el joven anarquista que “se cargó al comisario Ramón Falcón”, David Viñas recordó años después que Borges nunca le había interesado: “la polémica era con Mallea, a quien se lo veía mucho más que Borges”. Hombre de ideas pétreas e inconmovibles, Viñas reafirmó sus convicciones juveniles en una entrevista concedida poco antes de su muerte a la revista Ñ: “Yo creo que (Rodolfo) Walsh trasciende a Borges. Si usted me apura, hasta le diría: es mejor que Borges”. La antipatía ideológica de los intelectuales de izquierda, que en los años de Contorno se reducía a un desdeñoso encogimiento de hombros, fue dejando paso al más enconado y persistente resentimiento cuando los escritores europeos comenzaron a instalar a Borges entre los grandes de la literatura universal.
Juan José Sebreli recuerda el desconcierto y la incredulidad que un día de 1955 sacudió al exclusivo y juvenil trío de sartreanos marxistas –el mismo Sebreli, Carlos Correas y Oscar Masotta-, cuando compraron en la librería francesa Galatea de la calle Viamonte, como puntualmente lo hacían todos los meses, el ejemplar de julio de “Les Temps Modernes”, la revista de su idolatrado Sartre, y encontraron en sus páginas las traducciones al francés de varios ensayos de Borges, extraídos del libro “Otras inquisiciones”.
Para esos jóvenes seguidores de la religión marxista el hecho era verdaderamente difícil de entender: ¿cómo explicar el inexplicable reconocimiento a ese ignoto escritor de derecha, oscuro conservador de un país de segunda, publicado en francés por Jean-Paul Sartre, el máximo guía del mundo intelectual?
Persuadidos de que el amor a la justicia y la igualdad encarnado en las ideas de izquierda los ubicaba en un plano moral muy superior al despreciable subsuelo conservador ocupado por Borges, el progresismo argentino de entonces, como el de hoy mismo, tuvieron que resignarse de mala gana a una consagración que de ser por ellos nunca hubiera sucedido.
Lo que Sebreli y sus amigos no sabían es que ya en 1939, mucho antes de aquella publicación en “Les Temps Modernes”, Victoria Ocampo (la mítica directora de la revista “Sur”) había invitado a Roger Callois a refugiarse en la Argentina hasta la finalización de la segunda guerra mundial, abriendo la imperceptible grieta que permitiría la filtración de los textos de Borges hacia el mundo exterior.
Al regresar a Francia en 1945, Callois desarrolló en la editorial Gallimard la colección “La Croix du Sud”, dedicada a la literatura sudamericana, y publicó las primeras traducciones al francés de algunas obras de Borges.
Por una feliz casualidad, hace unos pocos meses la editorial francesa trajo a Buenos Aires una serie de cartas, textos y documentos que fueron expuestos en La Casa de La Cultura del Fondo Nacional de las Artes; entre las cartas se veía una de Roger Callois a Victoria Ocampo, fechada en 1952: "Seguramente voy a dirigir en la NRF (Nouvelle Revue Française, que luego se llamó Librairie Gallimard) una colección de obras de autores sudamericanos. Como primer número me gustaría Ficciones, de Borges". Y responde Victoria: "Esta mañana lo llamé por teléfono a Borges. Me pidió que te dé las gracias. Está muy contento con sus éxitos, que llegan justo porque aquí la gente como él es ignorada escandalosamente. En este momento, los escritores franceses y otros deben tenderle una mano". El resto de la historia es muy conocido: las numerosas traducciones y las manos ilustres que se le tendían a Borges fueron en aumento, hasta que en 1961 se le otorgó el premio Formentor junto a Samuel Beckett y comenzó a ser reconocido como una de las grandes figuras de la literatura universal.
A partir de entonces, Borges repitió muchas veces que Callois lo había hecho popular no sólo en Francia: “en Sudamérica y en Buenos Aires también. Nadie me conocía antes". El 21 de octubre de 1977 los protagonistas de esa historia sostuvieron un diálogo en el Centro Pompidou de París, que comenzó con el agradecimiento de Borges a Callois, deslizado bajo la forma de un autosarcasmo:
-Y bien, mi querido Borges; hace casi treinta años nos conocimos. Desde entonces he notado que...
-Sí, en aquel tiempo usted me inventó.
-No, no…
-Entonces me inventó un poco después...
¿Usted no sabe quién soy yo?
El pintor Guillermo Roux alcanzó la consagración internacional a través de una grieta muy semejante a la que permitió el surgimiento de Borges.
A fines de los años ‘40, en el pequeño dormitorio de Guillermo había una mesa donde su padre, el historietista y guionista Raúl Roux, desplegaba la compleja magia de los pinceles y la tinta china para crear fascinantes mundos de ficción.
Luego de oficiar de ayudante llenando algunos planos con tinta negra “sin pasarse de los bordes”, todavía emocionado y feliz, lo último que Guillermo veía antes de dormirse era la figura de su padre inclinado sobre la mesa, donde trabajaría hasta bien entrada la madrugada para cumplir con los plazos de entrega fijados por las editoriales.
A los quince años, Guillermo consiguió empleo como aprendiz en la editorial Dante Quinterno cuando ya asomaba su afición a la pintura; allí conoció al periodista Carlos Quirós, que lo animó a visitar la casa de su padre, el renombrado pintor Cesáreo Bernaldo de Quirós, para mostrarle alguno de sus trabajos.
En la mañana del deslumbramiento, luego de atravesar el gran arco de piedra de la casona de Vicente López, el chico de quince años ingresó con un pequeño cartón bajo el brazo a ese resplandeciente mundo de grandes salones poblados de columnas y muebles señoriales, jarrones de porcelana y fuentes de plata que reposaban alrededor de la gran tela colocada sobre un imponente caballete.
Luego de algunas preguntas sobre su trabajo y su familia, aquel gran hombre en fama y en años, puesto que ya había pasado los setenta, retiró su pintura del caballete, puso en su lugar el pequeño paisaje del artista quinceañero, acercó dos grandes sillones y lo invitó a tomar asiento para analizar el pequeño cartón junto con él, como dos iguales.
Durante las siguientes visitas, Guillermo fue invitado a pintar al aire libre en los jardines de la casa, mientras el viejo maestro, que había sido discípulo de Juan Manuel Blanes, Ángel della Valle y Reynaldo Giudici, y amigo de Sorolla y Zuloaga, le trasmitía sus enseñanzas y recordaba los tiempos pasados.
Así fue como el deslumbrado adolescente recibió de Quirós la llama sagrada que lo vincularía definitivamente a la pintura, siempre de espaldas a las modas y de cara al gran arte de los siglos pasados, respondiendo a una exigencia espiritual que durante sus primeros cuarenta años de vida le reportó grandes logros pictóricos y la previsible indiferencia de un mundo del arte que vive alucinado por el espejismo de la revolución permanente.
Durante las primeras cuatro décadas de su vida, Guillermo Roux hizo su primera exposición en la Galería Peuser; invirtió los ahorros de su trabajo de ilustrador para hacer su primer viaje a Europa; trabajó en la bottega del restaurador romano Umberto Nonni; se casó; aceptó el puesto de maestro en una escuela primaria de Jujuy; tuvo a su hija Alejandra; ganó un concurso para la realización de un mural y con el dinero viajó a los Estados Unidos, donde trabajó durante un año como ilustrador; ya de regreso se separó de su esposa; fue ocho veces rechazado en el salón Nacional, hasta que desistió de repetir el intento; corrió la misma suerte en casi todas las galerías de arte de Buenos Aires, y hasta se atrevió a visitar el Instituto Di Tella para mostrar sus trabajos a Romero Brest, que estaba en la cúspide su cruzada contra la tradición y proclamaba la muerte de la pintura: luego de dar una mirada entre negligente y desdeñosa a las tintas y acuarelas, Romero le preguntó (y se preguntó a sí mismo): “¿Por qué me trae estas cosas? ¿Usted no sabe quién soy yo?”
En medio de esas calamidades, Roux conoció a su actual mujer, Franca Beer, enviada por la providencia para cumplir un papel semejante al de Victoria Ocampo en el caso de Borges.
Dueña de una agencia de publicidad y habituada a tomar decisiones audaces, Franca se contactó en 1972 con Rafael Squirru, el crítico de arte más influyente del momento, que hasta 1970 había ejercido en Washington el cargo de director de cultura de la Organización de Estados Americanos, y le pidió que visitara el taller del pintor.
Ese primer encuentro tuvo un efecto decisivo: luego de presentarse en el estudio de Roux junto con el marchand belga René Withofs, quien adquirió tres acuarelas para su colección, Squirru le organizó una muestra en la Galería Bonino y escribió un poema para el catálogo a modo de prólogo.
Para coronar su generosa tarea, siendo jurado de la XIII Bienal de San Pablo, realizada en 1975, Squirru invitó a participar a Roux y logró que se le adjudicara el primer premio internacional de pintura.
Por último, en 1988, cuando Roux ya había conseguido un amplio reconocimiento internacional, Squirru recomendó la realización de una exposición retrospectiva de su obra en la prestigiosa Phillips Collection de Washington, escribió un texto para el catálogo y comentó el acontecimiento en la revista Art News de Nueva York y en el diario La Nación de Buenos Aires.
Los nuevos idólatras
Muchos podrán sostener que el excepcional talento creador de Jorge Luis Borges y Guillermo Roux tenía forzosamente que prevalecer de una manera u otra, y que de no haber existido los personajes que desempeñaron un rol fundamental en sus carreras, otros los hubieran suplantado.
¿Quién puede, por ejemplo, recordar el solitario y amargo final de Van Gogh o Gauguin o Modigliani sin sentir una nota de dolor en el corazón?
¿Es posible acaso dejar de conmoverse frente al melancólico destino de Herman Melville, tan desilusionado por el fracaso de Moby Dick que renunció a la pluma y se convirtió en un oscuro empleado en la administración de aduanas de Nueva York?
También es oportuno recordar al celebérrimo Picasso, cuando dijo de sí mismo que nunca hubiera llegado a ser Picasso sin la mediación de Daniel-Henry Khanweiler, el marchand que un día se presentó en el miserable cuartucho parisino del Bateau Lavoir y se convirtió en un entusiasta y temprano promotor de su obra.
Pero además de la sagacidad y la visión de las personas que contribuyeron a facilitarles el camino del reconocimiento internacional, el singular paralelismo que vincula las vidas de Jorge Luis Borges y Guillermo Roux también nos remite al aislamiento y el rechazo que ambos debieron afrontar casi hasta la mitad de sus vidas, sólo por atreverse a seguir sus propias ideas, en lugar de sumarse a los imposibles sueños fundacionales que atravesaron el siglo XX y se prolongan en nuestros días.
Más modernas y sofisticadas que las creencias de antaño, las nuevas religiones de la izquierda y el arte contemporáneo se adaptan mucho mejor que el cristianismo a la demanda de superioridad moral y distinción cultural de los nuevos idólatras, cuyo credo los impulsa a rechazar lo que existe y funciona, la tradición pictórica y la democracia liberal, en nombre de lo que nunca funciona y nunca existirá: el mítico futuro sin guerras y sin desigualdad y el arte inconcebible que debería florecer más allá del dibujo y la pintura.
De ese viraje de las ideas nacieron la idolatría política de una izquierda pretendidamente impoluta, que no se hace cargo de sus crímenes y fracasos, y se aferra a una ficticia superioridad moral para confinar a los demócratas en el despreciable territorio de la derecha, esgrimido para ningunear a Borges, así como la idolatría artística depositada en el arte contemporáneo, cuyo mérito se apoya en el desprecio del oficio y de la tradición pictórica.
Se comprende así que tanto el derechista Borges como el anticuado Roux sean negados y descalificados por las nutridas legiones de supuestos progresistas y vanguardistas que obedecen a un libreto inamovible; se comprende que David Viñas haya podido afirmar que un escritor de crónicas policiales y propagandista de la revolución cubana es superior a Borges, y se comprende que en lugar de Guillermo Roux (o el genial Carlos Alonso), sean dudosos artistas emergentes los que suelen representar a la Argentina en las ferias y bienales internacionales.
En resumidas cuentas, el mundo del arte y la cultura, que carece de fronteras, tiene mucho que agradecer a Roger Callois y Victoria Ocampo, a Bioy Casares y Rafael Squirru, porque además de realizar sus valiosas obras personales, todos ellos empeñaron su sensibilidad artística y su natural generosidad para lograr que Jorge Luis Borges y Guillermo Roux traspasaran el muro de silencio levantado en torno de ellos con falaces recetas ideológicas.
“...urgencias que llamamos, nunca sabré por qué, la realidad”
La rotunda independencia espiritual y una pareja sensibilidad ante las tensiones y desgarramientos de la existencia, que alguien definió como un breve resplandor entre dos eternidades, son algunas de las cualidades que alejaron a Borges y Roux de las modas artísticas e intelectuales.
Alguna vez Borges se refirió a Swedenborg como: “un hombre que instintivamente se aparta de las circunstancias y urgencias que llamamos, nunca sabré por qué, la realidad”.
Es muy probable que en esa desconfianza ante el inabarcable y azaroso fluir de la realidad se encuentre el fermento de la genuina creación, la semilla que dirige a escritores y artistas hacia las personalísimas construcciones de sentido y hacia el tenaz intento de perpetuar la belleza, más preciosa cuanto más efímera.
Alejado de las recetas ideológicas funcionales al gregarismo, ese camino conduce necesariamente a la excepción y la originalidad: inasimilables para el progresismo político y artístico que se agrupa en aristocráticas legiones, y postula una supuesta superioridad que los coloca por encima o por delante del resto de la sociedad, la hondura metafísica de Borges y la magia visual de Guillermo Roux motivan y explican su universal reconocimiento.