Se dice que es la enfermedad de nuestro siglo, del que estamos viviendo. En el mío, o sea, el pasado (que aunque no lo creáis, Matusalén y yo casi somos de la misma quinta), sufríamos las de toda la vida; o sea, las paperas, la tuberculosis, anginas, etc. Ahora no; ahora algunos son nomofóbicos, que viene a ser el miedo que tenéis unos pocos cuando no podéis estar pendientes del cacharrito para hablar, ya sea iPhone, Galaxy de esos o el que sea.
• Si vas a un restaurante y plantas el cacharro encima de la mesa, es que vas a pasar de tu comensal como de beber pis de mono, por decir finamente algo desagradable. Por eso, no seas cenutrio, siléncialo y déjalo en un lugar no visible para ambos.
• Si el vicio te puede, y mucho, guárdalo en una funda o bien boca abajo. De esta manera das a entender que sólo lo usarás si realmente hace falta. Y si te llaman, te disculpas de tu comensal y lo atiendas (al cacharro, digo. Al otro siempre a lo largo de la cena, por descontado).
• Apaga el cacharro siempre, siempre, siempre que vayas al cine, teatro o estés en una biblioteca. Más que nada para que no te salte el Hugh Jackman de turno y te ponga a caer de un burro en medio de la función por ser tan cenutrio.
• Y por Dios, si estás comiendo en un restaurante no saques fotos de los platos que es estás metiendo entre pecho y espalda. Queda hortera, y luego, si no eres crítico musical, te pondrán a caer de un burro si las cuelgas en cualquier parte. Amén de que tu comensal estará pensando en qué pinta él allí, si realmente a ti lo que más te interesa es sacar foto de cada plato que os pongan en la mesa.
En definitiva, usad el cacharro con moderación y no me seáis nomofóbicos. Por favor. ¡Ah!, por cierto, si estáis pensando en asegurar el cacharro que tenéis, ya sabéis dónde encontrarme. Vuestro amigo Argimiro, el Garantizador, a vuestro completo servicio.