Estábamos en la taberna donde nos juntamos cada día, a eso de las tres y media, para jugarnos cuatro garbanzos y un par de céntimos de euro, como mucho. Partidas de tute que duran hasta bien entrada la tarde. Los cuatro, los jugadores de siempre, y alrededor, como espectadores, unos cuantos parroquianos que llamamos ‘la claca’ porque siempre están al tanto de cada jugada. A algunos ya los conocemos de sobra; otros, son nuevos, se acercan cada día. Y se lo pasan bien, como nosotros.
Nos juntamos cuatro, como he dicho, para cantar las cuarenta, los arrastres y las diez de monte, que casi siempre se lleva Ezequiel, el jodío. Mi compadre, el Matías, antes formaba parte de la ‘claca’. El tute se le da mal; el mus, algo mejor. Pero desde que le regalaron un ‘aipo’, una cosa para escuchar música, se va a dar vueltas al parque como un tonto. Luego viene a la taberna, se mete un par de tragos, pega cuatro gritos en cada partida y nos marchamos juntos a casa. Hasta que un día vino contento. La mar de contento. Y lo remató en la taberna.
─ Y esto qué es, ¿una “arradio”?
Y mira que estábamos enzarzados en la partida, pero los cuatro lo miramos con incredulidad. El Eusebio sostenía el ‘aipo’ del Matías con sus callosas manos; mojado, cubierto de serrín y con alguna que otra patada encima. Las que iba propinando su dueño a cada paso que daba por la taberna. Y nos echamos a reír. A carcajada limpia. Hasta que le digo al Matías:
─ ¿Y dónde estás escuchando la música, rufián?
El Matías que se para, quieto como un gato a punto de cazar un ratón. Se lleva las manos a las orejas, y los ojos le pegan un respingo que ‘pa qué’.
─ ¡Mi iPod! ─ grita como un poseso mirando al suelo, y luego a todas partes.
Y el Eusebio que se lo da sin poder contenerse tampoco la risa.
─ ¡’Pos’ poca música vas a sacar de aquí ya!
La risa se hace general, y el Matías que se marcha a la barra y pide un nuevo quinto, trajinándoselo en un santiamén. Para ahogar las penas, le dice a Agustín, el dueño de la taberna, mientras murmura que se ha quedado sin cacharro igual que se quedó sin abuela. Por hacer el tonto.
Pues eso. Para todo lo demás, vuestro amigo Argimiro, el Garantizador. Este es mi consejo para que no os pase como al Matías.