A ver cómo sitúo yo la escena, que en el colegio me decían que se me daba bien eso de describir las escenas. Fin de semana de un mes de septiembre. Hará un par de años, no más. Un pueblo de la comarca del Somontano, en Barbastro (Huesca). Puede que fuera Alquézar, Ilche o Laluenga, no recuerdo bien. Eso sí, el pueblo, precioso. La patria de mi compadre, el Matías. Y ese año, el amigo invitó a buena parte de la parentela con la que se junta para hacer la vendimia. ‘Ná’. Cuatro vides que tiene el gachó, pero se empeño en llevarnos allí. La casa, un lujo: muros de ladrillo, piedra y tapial. Y como todavía hacía algo de calor, tan ricamente. Y más si la cocinera es la Virtudes, su mujer. Un escándalo cómo cocina, oigan.
Allá arriba, en el lagar, empezó a sacar fotos a todo lo que se meneaba: a los que le jaleábamos desde abajo, a la Virtudes, con una cara de susto que no se le iba en ningún momento, a la uva que pisaba… ¡Y vengan jotas para arriba y para abajo! Hasta que, del entusiasmo que llevaba, el Matías da un mal paso y se cae. Cuando se levantó, fue para verlo: remozado del jugo de la uva, de sus pieles, de los granos que iban soltando conforme las pisaba… ¡Un fenómeno! Y la Virtudes que se pone a chillar:
̶ ¡La cámara!
Y al Matías, secándose la cara como buenamente podía, casi se le salieron los ojos de sus cuencas. Se zambulló otra vez en la masa que tenía bajo sus pies y consiguió sacarla. Lo que quedaba de ella, porque después de pasarla mil y una veces toda clase de trapos, de secarla a la lumbre y demás, quedó para hacer pocas fotos.
Eso sí, el vino que salió de aquella cosecha, espectacular. Para qué vamos a negarlo.
Y si no queréis que os pase lo mismo, ya sabéis, a mis amigos de Te Lo Garantizo.
Como siempre vuestro amigo Argimiro, el Garantizador.