Una nota del cronista Marcel Proust, publicada en Le Figaro en marzo de 1903, da cuenta de la unánime admiración que el tout París le ofrendaba cada jueves a la pintora Madeleine Lemairie, “la que más rosas había creado después de Dios”, aunque su “talento extraordinario” se extendía a todos los géneros.
Realizada en el mismo momento en que la madurez del impresionismo y la inminente aparición del cubismo y el abstraccionismo preparaban el Big Bang que desintegró el concepto de arte y lo dispersó en las más extrañas y oscuras direcciones, la lista de los habituales invitados al salón de la calle Monceau demuestra con elocuencia la armoniosa integridad del gusto artístico de la época.
En su taller, la señora Madeleine Lemairie empezó reuniendo a algunos de sus colegas y amigos: los pintores Jean Beraud, Puvis de Chavannes, Edouard Detaille, León Bonnat y Georges Clairin.
Poco después, la princesa de Gales, la emperatriz de Alemania, el rey de Suecia y la reina de Bélgica comenzaron a participar en la tertulia durante sus visitas a París y atrajeron a otros famosos personajes: la célebre actriz Rejane y los actores Coquelin y Bartet, los compositores Massenet y Saint Saëns, el ex presidente Paul Deschanel y León Bourgeois, presidente de la cámara de diputados, los embajadores de Italia, de Alemania y de Rusia, Gastón Calmette, editor de Le Figaro, la condesa de Greffulhe, cuyos rasgos atribuyó Proust a la duquesa de Guermantes, la gran duquesa Vladimir con la condesa Adheaume de Chevigné, el duque y la duquesa de Luynes, el conde y la condesa de Lasteyrie, la duquesa de Uzès, el duque y la duquesa de de Brissac, el conde y la condesa de Haussonville, la condesa Edmond de Pourtalès, la condesa Jean de Castellane, la condesa de Briey, la baronesa de Saint Joseph, la marquesa de Casa Fuerte, la duquesa Grazioli, el conde y la condesa Boni de Castellane, la baronesa Gustave de Rothschild, los escritores Anatole France y Henri Lavedan, los dramaturgos Gastón de Cavaillet y Jules Lemaitre, el ilustrador y pintor Jean-Louis Forain… y el cronista Marcel Proust, que se proponía “esbozar rápidamente la historia, conseguir la atmósfera, el aspecto, evocar todo el encanto de ese salón único en su estilo”.
Aparentemente modesto y engañosamente limitado, el propósito proustiano encerraba la clave mayor de la cumbre literaria llamada En busca del tiempo perdido, pero lo que hoy nos ocupa no es esa aguda conciencia de la fugacidad de la vida que inspira a ciertos espíritus el afán de retener su incesante flujo, sino el curso cambiante de nuestra naturaleza imitativa y gregaria, claramente expresado en las idas y vueltas del gusto artístico.
El extraordinario poder de convocatoria del salón de Madeleine Lemairie ratifica la observación de Misia Sert sobre la desdicha de los maestros impresionistas, que nunca disfrutaron de un momento de gloria comparable al de aquella pintora, porque al abandonar paulatinamente el neoclasicismo, las preferencias de los franceses pasaron por alto al impresionismo y se desplazaron directamente hacia las primicias cubistas y abstraccionistas.
Mientras el impresionismo había sido tenazmente resistido durante décadas y obligado luego a crecer en un segundo plano, conquistando la estimación de los iniciados de manera tardía y cuando ya la mayoría de sus animadores había desaparecido, el cubismo y la abstracción alcanzaron al centro del escenario en un período asombrosamente breve; pero lo paradójico es que fueron los impresionistas y su heroica y romántica lucha contra el arte oficial quienes fundaron las condiciones favorables para la renovación artística.
Obras de Stupía y Iommi:¡esto sí que es moderno, esto si que pertenece a nuestro tiempo!
El modelo admirable, aquello que nos impresiona como el juicio correcto tanto en lo más elevado como en lo más frívolo, es un duende esquivo y seductor que se desplaza de boca a boca y de espíritu a espíritu para instalar la dictadura de lo que se debe y lo que no se debe pensar, hacer o decir; bajo su influjo nos acostumbramos a distinguir las ideas adecuadas de las que no lo son, y asimilamos el tono general de nuestro medio y nuestra época: así como en 1903 resultaba apropiado y de buen tono frecuentar el salón de Madeleine Lemairie y admirar la maestría de sus rosas, retratos y escenas costumbristas, cuarenta años más tarde empezamos a asumir el indescifrable lenguaje del arte no figurativo como el arquetipo de una modernidad que nos expresa y nos representa.
Expuestos durante muchas décadas al bombardeo de una prédica impiadosa y universal, que coloca al virtuosismo artístico en el lugar de una indeseable secreción del pasado, y eleva las concreciones indescifrables al altar de la modernidad, terminamos por adquirir el inviolable código cultural que se ha hecho carne en nuestra conciencia; al ver una figura humana, una naturaleza muerta o un retrato bien realizados se nos enciende una luz roja y nuestro subconsciente emite voces de alarma: ¡cuidado; no pasar; vulgaridad; anacronismo!
Y en el extremo opuesto, cuando enfrentamos un indescifrable y caprichoso conglomerado de materiales, líneas y formas desprovistas de cualquier asidero racional, o un conjunto de objetos comunes presentados como obras de arte, reconocemos ese vacío premeditado como algo propio y y familiar y nos decimos: ¡esto sí que es moderno, esto si que pertenece a nuestro tiempo!
En otras palabras, nos hemos habituado a considerar que nuestra condición de personas modernas se corresponde con el arte encapsulado y convertido en un jeroglífico indescifrable; ya no le pedimos al arte un contenido racional ni deploramos su actual indiferencia ante los sentimientos humanos, porque aceptamos que aquellos valores se oponían a la modernidad.
El resultado es la creciente indiferencia que suscita un arte incomprensible para el común de la gente y desintegrado en mil cauces diferentes, donde ya no existe ni la más mínima posibilidad de establecer un consenso tan unánime como el que encontró Marcel Proust, hace poco más de cien años, en el salón de Madeleine Lemairie.