De repente descubrió, al mirar a su izquierda, un destacamento entero de soldados que le encañonaban. Soltó rápidamente la escopeta, para que entendiesen que no iba a oponer resistencia.
Nada presagiaba este terrible final cuando se despertó esta mañana, antes del amanecer, y contempló cómo el sol emergía desde las entrañas del mar, acariciando con sus rayos las hojas de los naranjos que crecían junto a la casa.
Llevaba un par de años viviendo sola en aquella recóndita atalaya, en una pequeña alquería deshabitada. En su día había pertenecido a una familia morisca, que tuvo que abandonarla de formada precipitada, a principios de siglo.
Después de los conversos, se marcharon la mayoría de los campesinos cristianos, en busca de las parcelas que los infieles poseían en valles más fértiles que aquellos predios montañosos del interior.
A María Inés le fascinaba perderse por el trazado árabe de sus calles, y comprobaba que, pasados cuarenta años desde su marcha, el Reino de Valencia aún no se había repuesto de las consecuencias del decreto de expulsión de los moriscos de 1609, que suponían más de un tercio de la población.
Debido a la pobreza, y a una serie de malas cosechas y pandemias de peste, comenzaron a proliferar cuadrillas de facinerosos, como la que ella capitaneaba, en las que se integraban labradores arruinados, perseguidos por la justicia y jóvenes desertores de las sucesivas levas que se promulgaban.
Fue precisamente una de esas extensas cuadrillas la que le capturó seis años atrás, cuando viajaba a Valencia, huyendo del monasterio de Valfermoso, ubicado en un idílico y silencioso bosque de la Alcarria. Había pasado quince largos años en él, e incluso durante los tres últimos había ejercido de abadesa, pero siempre se había sentido ahogada en aquel ambiente.
María Inés era una mujer de fuerte carácter y variados recursos, de modo que no se acobardó frente a los atracadores. Su líder, Don Jaume Ruiz de Castellblanc, señor de Torrebaja, quedó gratamente impresionado por su coraje, así como probablemente por su figura, y le invitó a que se uniera a su formación. A ella le agradó la idea, y rehusó seguir su camino hacia el convento del Santo Espíritu, adonde se dirigía inicialmente.
Participó en otras dos formaciones, hasta que decidió instalarse por su cuenta en las proximidades del camino de Aragón, bastante transitado en aquellos tiempos por comerciantes de grano, vino, lanas, arroz, frutas, maderas, salazones y manufacturas. Gradualmente se le unieron varios forajidos, hasta completar una pequeña cuadrilla.
Y es que aquel abrupto terreno, de escarpada orografía, brindaba considerables ventajas para el desarrollo de su actividad delictiva, con múltiples escapatorias para su fuga y ocultación, tras el asalto a los viandantes
Sus atracos esporádicos no habían llamado excesivamente la atención, y la gente del lugar no les denunciaba, en parte por el temor de represalias, y también porque no esperaban recibir ninguna gratificación por su delación.
No había fondos con los que premiar las acusaciones o las colaboraciones para detener a los criminales, ni para formar batallones con los que apresar bandidos, y ni tan siquiera para pagar a alguaciles, veguetas y justicias, los distintos funcionarios encargados de velar por la seguridad del Reino.
En aquel paraje disfrutaba de una vida relativamente acomodada y tranquila, mucho más gratificante que la estancia en el convento, al menos hasta que aceptó el encargo de Vicent Vallterra, señor de Canet.
La misión consistía en secuestrar a un mercader valenciano, José Donato Reguart, el cual le adeudaba al señor Vallterra una notable suma, que ascendía a varios miles de libras, por deudas de juego, y que constantemente se negaba a pagar.
A María Inés le parecía un trabajo sencillo. El comerciante viajaba sin compañía, y después de comer y beber en el hostal, sus sentidos estarían mermados. Le aguardarían en el cruce de un camino secundario, a pocos metros de la fonda.
Anestesiado por el vino que le había ofrecido abundantemente el mesonero, apenas si tuvo fuerzas para impedir que le sustrajeran la bolsa.
Sin embargo, sus voces habían alertado a la partida de soldados que pasaba por el camino principal, y que ahora les apuntaban a la cabeza. Su enorme número convertía inútil cualquier intento de luchar o escaparse. Al mando de la expedición iba un destacado militar, cuyo rostro le resultaba familiar, pero al que no terminaba de reconocer.
Les encerraron en la prisión de las Torres de los Serranos, la gran puerta de entrada en la muralla norte de la ciudad. Imaginaba que les juzgarían pronto, ya que les habían pillado con las manos en la masa, por lo que la instrucción sería rápida.
Luego vinieron a por el molinero Mateo Armany, un muchacho recientemente incorporado a la banda, y que era quien les había puesto en contacto con el señor Vallterra, además de feligrés habitual de la venta del Salvador y amigo del dueño.
Finalmente recogieron al último de sus compinches, Miquel Borrás, el chico que les había avisado de la llegada del mercader, y que colaboraba periódicamente con ellos como mensajero, o para aprovisionarles de comida, vino u otros artículos, especialmente cuando se ocultaban tras dar un golpe.
A diferencia de sus compañeros, que probablemente terminarían en galeras, o combatiendo en Cataluña, tales sentencias quedaban descartadas por su sexo y edad. La insuficiencia de contingentes provocaba que la mayoría de los delincuentes fuesen reclutados en los tercios que luchaban en el Principado, o bien remitidos a los destacamentos de Milán, Nápoles o Sicilia.
En su caso, la pena pecuniaria carecía de sentido, dada su indigencia. Solo se le antojaban como castigos plausibles para redimir su delito y circunstancias, la horca, la mutilación de algún miembro, la demolición de su vivienda o el destierro.
Pensó que su única oportunidad pasaba demostrar al tribunal su audacia y carisma, para que le extendiesen un salvoconducto, con el objeto de infiltrarse en otras bandas y delatarlas.
Pasó la noche en vela. Comenzó ideando una argumentación eficaz para su defensa ante el juez, pero decidió finalmente que debería poner el énfasis en la puesta en escena.
De algo tenía que servirle su experiencia teatral, de cuando era una de las actrices más aclamadas de Madrid y podía presumir de que hasta el celebérrimo Don Diego Velázquez la había retratado.
Su padre, Juan Calderón, fue quien le introdujo desde pequeña en el mundo de las tablas. Él se dedicaba a proporcionar hospedaje y todo cuanto necesitaran a las compañías que viajaban hasta la capital para representar sus obras.
Por otro lado, su apellido inducía a que muchos la relacionasen con el prestigioso autor teatral, Don Pedro Calderón de la Barca, que triunfaba con sus obras en los corrales de comedias de la Villa, e incluso se extendió el bulo de que, de pequeña, el dramaturgo la había adoptado, tras encontrarla abandonada en la puerta de su casa.
Por fin llegó la mañana, y el carcelero abrió la reja. La condujeron esposada hasta la Audiencia, ubicada en el Palacio del Real. En aquellas tempranas horas no había mucha gente por las calles, por lo que se ahorró el bochorno.
Al fondo, el misterioso caballero que comandaba las tropas que les detuvieron les indicó a los guardias que le soltasen, y que abandonasen todos la estancia. María no acababa de entender nada.
De pronto, se fijó en sus manos, que jugueteaban con el broche de oro que le habían sustraído al ingresar en la celda. Sin mayor dilación, el joven le inquirió sobre la procedencia de aquella joya.
Una hora después, María Inés paseaba libre por el centro de la ciudad, camino del mercado que se celebraba entorno a la catedral, portando un salvoconducto y la bolsa repleta de reales, de los cuales se aprestaba a gastar una parte en renovar su raído vestuario.
Llevaba la mirada perdida, pues su mente no dejaba de pensar en la insólita reunión con aquel muchacho de veintidós años, el cual le refirió que se trataba de Su Alteza Don Juan José de Austria, hijo bastardo del rey Felipe IV, si bien legitimado por el soberano desde hacía una década.
A partir de entonces, y en tanto que todos los herederos legítimos morían antes de alcanzar la adolescencia, recibió una esmerada educación, como un verdadero príncipe, y con un nombre acorde a su estatus, Don Juan José de Austria, que recordaba al ilustre vencedor de Lepanto.
Le explicó que el rey le había confiado el Virreinato de Sicilia, tras haber conseguido pacificar aquella posesión de ultramar, que se había revelado contra la metrópoli.
Al mando de los tercios, Don Juan había logrado recuperar la mayor parte del territorio, pero Barcelona llevaba unos meses resistiendo el embate de los ejércitos castellanos, aún sin el apoyo de la corona francesa.
Don Juan regresaba a Valencia para que Don Pedro de Urbina, virrey valenciano, le entregase una nueva leva de mozos y de convictos, cuando al atravesar Sagunto oyó a alguien que pedía auxilio, y envió a los soldados para ver qué sucedía.
Jamás había olvidado la mañana en que le arrebataron de entre sus brazos al fruto de su apasionado romance, que no duró dos primaveras, con el pasmado rey Felipe.
El propio monarca, cuya enorme afición al teatro únicamente era superada por su adicción a los placeres de la carne, ordenó su confinamiento en el lóbrego monasterio de la Alcarria.
No había vuelto a ver a su retoño, ni a tener noticias de él, aunque imaginaba que podía ser cualquiera de aquellos bastardos a los que Felipe había reconocido como hijos legítimos.
Su hijo le devolvió la joya y le consoló, le dio un dulce beso en la frente, y le restableció su libertad. Esperaban encontrarse otra vez en mejores circunstancias, si bien ambos intuían que jamás habrían de coincidir de nuevo.
y...