El Renacimiento nació, entre otras cosas, de la ruptura, de la inmoralidad, de la violencia, de la lucha y del ansia de poder. Es curioso, pero las grandes cosas suelen nacer así, quizá sea esto una terrible contradicción, aunque la realidad histórica lo certificará casi siempre. Pero, no obstante, para que las grandes cosas sean llevadas a cabo -progresen- en el sórdido cultivo de lo ignominioso, deberán cohabitar además de con los atrevidos, insensibles, oportunistas o cínicos seres, con otros también extraordinarios, esos otros mismos seres que se encontrarán ahora entre las simientes azarosas de los aventados gestos de un progreso desatento, inmisericorde e injusto, pero, sin embargo, genial.
En Italia se dieron, anticipadamente al resto de Europa, las ventajas político-sociales que harían que pequeñas localidades-estados fuesen dirigidas por familias nobiliarias que adquirirían un poder no visto nunca antes en el mundo. Todo comenzaría ya con el enfrentamiento entre el Imperio sacro-romano de occidente -una reminiscencia del antiguo imperio romano y del alto medieval de Carlomagno- y la poderosa Iglesia Católica -también heredera de aquel imperio y de sus estructuras sociales y de poder-. Italia fue entonces el escenario, allí estaba Roma, una ciudad que se convertiría en el centro de la Iglesia y de la Cristiandad. Nunca dejarían los papas y sus cardenales que el poder imperial ejerciera sus influencias territoriales y terrenales en el suelo itálico, ese mismo suelo sagrado y consagrado ya por obispos desde siglos antes.
De ese modo, como el emperador de turno era además ya coronado por la Iglesia, y un firme defensor de ella, no podía enfrentarse directamente con el papado. Y también es como éste, el papa, no debía tampoco luchar tan claramente en los campos de las ambiciones terrenales. Así que ambos utilizaron al pueblo privilegiado, a los nobles ambiciosos de algunas ciudades prósperas, para que fuesen ellos los que defendieran sus intereses, los de cada uno de los dos bloques poderosos. Estas acabaron siendo las luchas entre los gibelinos -partidarios del imperio- y los güelfos -partidarios de los papas-. Estas luchas les dieron poder a estos nobles, mucho poder, les dieron independencia, y fueron así unos oportunistas que sus patrocinadores utilizaron ya para ejercer su influencia. Y entonces todo valdría. La lucha moral en el campo de batalla, pero también la inmoral, ahora en los asesinatos, venganzas, asaltos y la supremacía en todos los órdenes de la vida.
Hasta en el Arte. Cómo podría entonces un señor de un pequeño estado -Florencia, Ferrara, Milán, Venecia, Mantua- demostrar, primero, que era un gran hombre, un ser digno de ostentar casi, casi -sin serlo, porque el imperio no les dio nunca el cetro real-, la corona al menos ahora en grandeza y en florecimiento social, algo sobre todo que competía sólo a los reyes; y, segundo, que se destacara ya ante los demás nobles y ante los reinos con las más grandes cosas que se pudieran representar en ese momento, un tiempo además de cambio y transformación. Y se movieron en ese tiempo -El Renacimiento- en que el impulso del progreso era para ellos, sobre todo, una justificación ahora de sus formas políticas, de sus propios deseos de prosperar, una justificación así ante lo antiguo, ante lo anterior, lo que se decantaba ya entre un Imperio omnímodo y una Iglesia metomentodo.
Una de las grandes familias de entonces, del siglo XV, lo fue ya la de Ferrara, una dinastía familiar llamada de Este. Hércules de Este fue el duque de Ferrara (entre los años 1471-1505) y lucharía contra sus vecinos poderosos de Venecia, por ejemplo, para tratar ahora de alcanzar aún más la gloria. Pero no pudo, no lo consiguió en una de las batallas más duras que sufriera -La guerra de Ferrara, 1482/1484-, en la que tuvo que ceder y perdió así considerables ventajas económicas. Para resarcirse ante el mundo no se le ocurrió ahora otra cosa mejor que fomentar las Artes, y patrocinar todo tipo de manifestaciones artísticas. Ahí empezó un deseo por buscar en el Arte un prestigio que no pudo hallar en la guerra. Tuvo varios hijos, entre ellos tres que destacaron en la historia artística, la inteligente Isabel de Este, la bella Beatriz de Este y el mecenas y poderoso Alfonso de Este (1476-1534).
Alfonso de Este se llegaría a casar con la célebre e infausta Lucrecia Borgia; sus hermanas, mayores que él, acabarían siendo duquesas consortes, Isabel lo sería de Mantua y Beatriz de Milán. Las dos hermanas fueron retratadas por el gran Leonardo da Vinci, y una de ellas, Isabel, posiblemente enamorada secreta y platónicamente del genial artista florentino. Ellas eran las nuevas mujeres de una época que revolucionó la forma de ver el mundo. Ellas podían permitirse ser diferentes a otras mujeres, aristócratas europeas, porque sus ventajas sociales y culturales -las ciudades estados fueron las más relajadas en costumbres y libertades del momento- eran superiores a las que podían gozar cualquier infanta en cualquier corte francesa, inglesa o española. Dos artes brillaron por entonces, la literaria y la pictórica, en esas cortes renacentistas italianas. La literaria porque influyó mucho en la forma en que se debía ver el mundo. No fue la pintura la que empezaría por cambiar la visión renacentista de la vida, no, fue la literatura la que utilizó luego la pintura para cambiar esa visión.
Y así surgirían poetas y escritores que, como siempre en las sociedades humanas, dirigirán con sus ideas y sus influencias artísticas -sus obras y pensamientos- la manera en que los mecenas desearán ver ahora las imágenes que sus patrocinados -los pintores del momento- serán capaces ya de plasmar con las nuevas técnicas -el óleo, la perspectiva, el escorzo, el paisaje, etc.-, algo que, curiosamente, fue ya la Iglesia la que empezaría a utilizar con sus maravillosos encuadres sagrados y religiosos, lo único que, por entonces, en el siglo XV, se permitiría representar bajo los auspicios del sentido más iconográfico aceptado ya por el pensamiento dominante. Hasta que los filósofos neoplatónicos, y los escritores que se inspiraron en el mundo clásico grecorromano, desmantelaron las viejas narraciones y los antiguos tratados clásicos, esos escritos escondidos o perdidos de aquel otro mundo anterior al medievo, anterior a todo lo hasta entonces conocido.
Uno de los más curiosos escritores del Renacimiento lo fue Mario Equicola (1470-1525). Él llevaría la metafísica griega y la literatura latina de Ovidio a un compendio actualizado para mostrar con palabras las nuevas emociones que suscitaría un mundo en pleno cambio, mundo como lo fue aquel de finales del siglo XV y comienzos del XVI. Donde ahora la mujer, además, alcanzaría un estatus representativo de toda esa nueva sensibilidad ante las costumbres, las ideas, las visiones diferentes de un mundo diferente. La estricta moral apadrinada por la Iglesia, había sucumbido después de años de firmeza y de espiritualidad medieval. Ahora, había que reencontrar otra forma nueva, y el neoplatonismo fue la mejor opción, ya que combinaba espiritualidad con clasicismo, es decir, con soltura y flexibilidad, también con rigor, pero éste incluía ahora formas nuevas de rigor, un rigor al mejoramiento del hombre, a su libertad de creación, a tener una visión amplia de las cosas, trascendente pero amplia.
Y Mario Equicola fue enviado llamar a la corte de Mantua, donde la inteligente Isabel de Este (1464-1539) estaba casada con el duque Francisco Gonzaga. Y así ella empezaría conociendo todas estas nuevas ideas tan fascinantes, ideas que no eran más que las antiguas que Equicola habría recopilado ya de los escritos clásicos de siglos atrás. Él tan sólo las transmitiría ahora en sus poemas, en sus escritos, en su filosofía, en sus ideas renacentistas y humanistas. Y fue entonces, sobre 1510, cuando su hermano Alfonso, duque de Ferrara, se plantearía crear un lugar lleno de obras nuevas con ese nuevo Arte extraordinario. En Ferrara, en su ciudad, poseía un Palacio y un Castillo, ambos edificios separados por algunas decenas de metros. Cada vez que pasaba de un lugar a otro debía ir por la interperie, por ese mundo -metáfora medieval- sórdido y lleno de barro cuando lloviese, o lleno de polvo cuando no. Así que ideó levantar un pasadizo cubierto en superficie, una galería de varias estancias diferentes. Pero, claro, no podría estar un lugar así indecorosamente vacío. En una de esas estancias, que componían el pasadizo entre el Palacio y su Castillo, construyó una de paredes de alabastro, de un mármol blanco tan refinado que acabó llamándose así, la Cámara de Alabastro.
Había que decorar con hermosas obras, además, esas inmaculadas y bellas paredes, pero, exactamente, ¿con qué? Su hermana Isabel le recomendaría obras que representaran las ideas de Mario Equicola, un mundo nuevo para un lugar nuevo, una visión clásica -nunca vista antes en la historia inmediata medieval-, y que ahora ellos, los nuevos poderes progresistas y humanistas -aunque absolutamente violentos y criminales en sus actos políticos-, debían tener ya para distinguirse de los otros, de los poderes más poderosos, los del Imperio, la Iglesia y los grandes reinos europeos, así como sus otros competidores en Italia. La idea estaba diseñada, serían esas clásicas ideas, pero, ahora había que llevarla a cabo. El tema sería la mitología, esa justificación legendaria que ya usaría el romano Ovidio para contar sus historias atrevidas, para insinuar la vida de otro modo. Y Marco Equicola estableció la historia, una leyenda basada en la obra Fastos de Ovidio, un relato escrito en el siglo I, en plena época gloriosa del imperio romano.
¿Qué pintores podrían llevarla a cabo? Los mejores de entonces. Así que Alfonso de Este llamaría a los mejores, a Rafael, a Fray Bartolomeo, a Giorgione, a Bellini. Rafael era el más grande, pero ocupadísimo en Roma; Bartolomeo era un dominico que, aunque había hecho alguna obra mitológica para Alfonso, no conseguiría entender la nueva forma que Equicola sugería. Giorgione moriría pronto. Giovanni Bellini (1435-1516) era la mejor opción. Él era un pintor veneciano, por tanto abierto a las nuevas tendencias de Venecia, del color y de la forma. Era un pintor consagrado, nacido ya en 1435, por tanto con la gran experiencia de los años y de diversos estilos, el antiguo y el moderno, el gótico y el renacentista. Pero, además, era un creador inteligente. Fue capaz de volver a aprender de los más jóvenes. Giorgione (1479-1510), por ejemplo, con menos de cuarenta años que él, fue ya el primer pintor veneciano que rompió con las formas de pintar arcaicas. Y lo hizo tan bien, que Bellini no pudo más que reconocerlo. Le siguió entonces en la manera de presentar los personajes, ahora más humanizados, en el color, en la perspectiva, en la natural manera de componer, tan lejos de la rígida, gótica y sagrada forma de hacerlo de antes.
Y, en la última creación que Bellini hiciera, en la más profana, audaz y progresista de su vida, compuso ya para Alfonso de Este y la Cámara de Alabastro su obra El festín de los dioses, una leyenda mitológica basada en la clásica obra de Ovidio. Pero, ¿qué había que pintar aquí, cuál era la leyenda, o qué sentido habría de darle a la obra Bellini? Ante la rígida moral de las costumbres que la Iglesia propiciaba, Alfonso de Este, como otros muchos aristócratas renacentistas, estaban subyugados por ver la vida de otra forma, con liberalidad pero también con mensaje, con placer pero también con justificación. La leyenda de Ovidio contaba una escena donde todos los más importantes dioses de la mitología -los mejores seres, los más poderosos- estaban ahora juntos viviendo una bacanal -un momento de delicia donde el vino y la molicie conjugaban el sentido de la vida-. Luego de la fatiga del placer, todos acabarían dormidos. Salvo uno, Príapo -dios de la fertilidad masculina-, el cual, taimado y atrevido, trataría ahora de violar a una ninfa. Pero, en ese instante un burro, el asno de las leyendas de Ovidio, rebuznaría justo cuando Príapo levantase ya el vestido de la ninfa.
No, eso no se permitiría, y todos terminarían criticando hasta expulsar a Príapo de la escena. Ahora, esta era una escena pictórica presentada como nunca antes en la Historia del Arte se habría hecho. Los dioses aquí aparecían como hombres corrientes; tan corrientes que, luego, Bellini hubo de colocarles atributos divinos propios de ellos, para al menos justificarlos así, una cosa que antes el pintor no quiso o no se le ocurrió hacer. Y veremos, por ejemplo, al dios Hermes, sentado con un casco en su cabeza; y veremos a Dionisos -Baco en Roma- detrás de él, junto a un barril de vino; a la derecha de Hermes, veremos a Zeus bebiendo; más a la derecha observaremos al dios Poseidón, tocándole ahora con la mano el muslo a otra ninfa; la diosa Deméter está tocando a Apolo, que, junto a su instrumento de cuerda, está bebiendo de una pequeña vasija. A su izquierda estará Príapo y la ninfa dormida. Bellini era un gran pintor del Quatroccento, del siglo XV, del final del medievo y del comienzo del Renacimiento, uno de los mejores creadores de entonces, el que más comprendería ya el sentido de crear en ese tiempo, en ese paso de tiempo. El que habría entendido lo que sus maestros arcaicos le habrían enseñado, pero el que también comprendería que las cosas habrían cambiado demasiado, cosas además que él también entendería.
Aun así, cambió algunas cosas a lo largo de su creación mitológica durante todo el año 1514, e incluso -a lo mejor, imposible saberlo- durante el siguiente 1515 y parte seguramente del 16 hasta su fallecimiento. Una de ellas fue la procacidad con que debía haber pintado las vestiduras de algunos personajes, principalmente femeninos. Seguro que su mecenas le insinuaría que debía enseñar más cosas de las que sus retratos góticos le hubiesen permitido antes. Hay que entender que Bellini tendría ya setenta y nueve años por entonces, en 1514. Lo cambió, sin embargo, y compuso ya una obra extraordinaria. Pero no es, exactamente, la misma obra que ahora vemos. Cuando en alguna ocasión he tenido el placer de visualizar por internet esta maravillosa obra, a veces he visto que el pintor que indicaba su autoría no llevaba el nombre de Bellini, sino el de Tiziano, confundiendo obra y autor. ¿Es que el gran pintor manierista italiano había hecho una copia, cosa muy habitual y loable en el Barroco por ejemplo, de una obra de otro creador, en este caso Bellini? ¿O es que, sencillamente, habrían hecho ambos una obra parecida, muy parecida?
En el relato histórico de los grandes pintores del Renacimiento, Giorgio Vasari había dejado escrito en 1568 que Bellini dejó inacabada a su muerte, en 1516, la obra que Alfonso de Este le encargó para su Cámara de Alabastro. Y que el duque de Ferrara, conocedor ya desde antes de la pericia de un discípulo suyo -de Tiziano-, mandó llamar a éste para dos cosas. Una, para componer otras obras que completaran aquélla y pudieran situarse en la Cámara de su galería. Otra, para mejorar aún más la obra de Bellini, una obra que, a su vez, ya habría modificado otro pintor renacentista a sueldo del duque por entonces, Dosso Dossi. Hoy sabemos que Bellini terminó su Festín de los dioses en 1514, y que cobró los 85 ducados de oro que el duque le prometió por su trabajo. Pero, sin embargo, después de 1516, fecha en que el pintor falleciera, no dejaría Alfonso de Este de modificar la obra realizada y finalizada ya por Bellini. ¿Por qué? Ahora ya no sería por la liberalidad de los gestos o por las insinuaciones atrevidas de la leyenda mitológica. Ahora era otra cosa. Querían, por fuerza, hacer de la obra de Bellini una forzada obra aún más Renacentista, con todos los atributos artísticos y estilísticos que la nueva singladura pictórica llevara con los tiempos.
Bellini hizo su creación, incluso la modificó, según algunas ideas de su mecenas, pero así quedó al final, como el pintor la terminase, y lo que pudo haber sido una obra contextual y artísticamente extraordinaria, terminó siendo una mezcla de estilos y una muy injusta forma de atropellar el Arte de una creación. No tuvo escrúpulos Alfonso de Este por hacer cambiar partes del paisaje -no de los personajes- que Bellini imprimiese ya en su -¡magnífica de ver ahora!- visión gótico-renacentista de una obra atrevida ya para entonces. Bellini no pintó un paisaje como el que vemos ahora en la obra, ni esa inmensa colina montañosa, ni esa elevación culminada en unos riscos con ruinas. Él pintó un bosque, tan sólo árboles detrás de los personajes. Pero, no era así el estilo progresista renacentista que Dosso Dossi, nacido en 1490, y Tiziano, nacido en 1485, al parecer tendrían de la visión de un fondo de paisaje verdadermanete moderno, verdaderamente renacentista. Así que el primero modificaría parte de los árboles que Bellini compondría en la izquierda del fondo de su cuadro, y añadiría además un faisán en la rama de uno de ellos -a la derecha y más arriba de Príapo- y otra ave más pequeña cerca de la manga blanca del dios Hermes, cosas que Bellini no había compuesto.
Tiziano añadiría años después, entre 1518 y 1529, la montaña y el cielo, elementos que Bellini no incluyera en la obra. Este compuso un fondo frondoso de copas de árboles y de troncos. Su estilo, su forma de pintar, su manera de componer entonces, la obra que él creía debía ser así creada. ¿Cómo alcanzar a entender ahora la justicia de la vida? ¿Por qué los seres no respetan la vida, y las obras terminadas y sagradas de otros seres? ¿Por qué el prejuicio ahora, la injusticia más feroz, ante el criterio y los gestos, o los estilos, o las decisiones, o las formas, o las maneras de hacer y ser de los otros? Es que cómo hacemos las cosas, o cómo componemos a veces cosas, ¿deberán ser cuestionadas luego de haberlas hecho, de finalizarlas y terminarlas, y, así, hacer que ellas ahora pasen a la eternidad de la creación artística, o de la vida, de otra forma a como fueron ya concebidas o acabadas? Porque si el creador fallece, y deja inacabada la obra, tiene algún sentido completarla por un sensible creador que respete temática y estilo. Pero, aquí, en este caso, fue la tropelía más grande llevada a cabo en una grandiosa obra de Arte, ya realizada por un extraordinario creador que se impregnó, además, de todo un siglo de transformación, desarrollo y advenimiento de una nueva y revolucionaria forma de hacer Arte.
(Óleo renacentista El festín de los dioses, obra realizada en 1514 por el pintor Giovanni Bellini, modificada por Dosso-Dossi a la muerte de su autor, y finalizada parte con otro estilo, entre 1518 y 1529, por Tiziano, Museo Galería Nacional de Washington, EE.UU; Radiografía con rayos X realizada a mediados del siglo XX de la misma obra El Festín de los dioses, donde se observan las originales composiciones que ya hizo su autor inicial Bellini; Fotografía de una reproducción de lo que sería la Cámara de Alabastro de Alfonso de Este, donde se aprecian las otras obras que completaría la Cámara, además de esta, obras de Tiziano y de Dosso-Dossi, todas ellas de temática profana y mitológica, un gabinete destruido a finales del siglo XVI y sus obras desperdigadas por otros propietarios y lugares.)