Ya lo tratarían de explicar los griegos con su filosofía primera, aquella que buscara el sentido originario del universo. Pero, ¿era eso, exactamente? Saber la causa de todo, el origen de la vida, ¿era lo que ocultaba verdaderamente la inquietud más desasosegadora del ser humano? Después de poco más de un siglo tratando de perseguir una quimera, llegaría Platón y desataría los fantasmas más ocultos de la invisible sensación más placentera. En su diálogo El Banquete, Platón dejaría escrito: Si hay algo por lo que vale la pena vivir es por contemplar la belleza. Pero, entonces, habría que definir ahora la belleza para entender aquel sentido filosófico. En ella se podría incluir todo aquello que motivara la vida o el sentido más profundo de la existencia humana. Pero en este caso sería su motivo último, es decir, aquel que estaría detrás de los innumerables motivos aparentes, fatuos, temporales, vagos o mezquinos de la vida. Y esa belleza el Arte simbolista la definiría en la figura hermosa, desnuda y joven de una ninfa entregada a su delirio. Su delirio, sí, una especie de éxtasis donde la extenuación de un ser, en este caso místico, se dejara llevar ahora por la sensación natural de un momento inspirado, de un estado de profundo desdén o de arrogante virtud arrebatadora por justificar así su belleza. Por plasmar, con ella, incluso, lo que no necesitara... Salvo serlo, salvo estar destinada ahora a ser de otro su delirio. Y es este otro ser el sentido más terrenal de ese delirio, el ser humano, aquel ente perdido que, orientado, a veces creerá satisfacer la desolada sensación de ese misterio.
El Simbolismo pintaría ufano muchas obras para ensalzar la visión irreal de un mito desafortunado, y lo es, desafortunado, por querer narrar la imposible búsqueda terrenal de ese delirio. Polifemo y Galatea inmortalizaron, sin querer ambos, la sutil representación más vil, inútil y sentida de una repetitiva e involuntaria existencia incomprensible. Los dos representaban los opuestos más injustificados de una irrealidad, sin embargo, ahora más acorde con la verdad o con la naturaleza que con el mito o la leyenda. Polifemo era el monstruo más monstruoso de la leyenda, pero simbolizaba ahora al ser perdido y hundido en la miseria más banal de una imposibilidad absoluta: poder contemplar la belleza y, a la vez, hacerla suya para siempre. Galatea era esa belleza, la consecución más deseada o la finalidad única y verdadera de una existencia humana en un mundo sin fronteras... Los autores clásicos escribieron la desolada pasión imposible del monstruo mítico, ahora humanizado por sus sentimientos, ante la hermosura luminosa de una bella Galatea. Los pintores simbolistas vieron en ese mito la mejor forma de representar el sentido principal de su tendencia artística. Porque eran los mejores símbolos estos personajes míticos para plasmar el mejor sentido plástico que su realización pictórica mejor prometía en un lienzo. En el año 1896 Gustave Moreau compuso su obra Galatea y en 1914 Odilon Redon la suya El cíclope. En ambas obras simbolistas observamos la misma composición: el cíclope Polifemo mira ahora desde lejos la figura tendida de la ninfa Galatea. Las metáforas representadas en ambas obras se expresarán con la fuerza poderosa de los colores modernistas y con el paisaje feraz y confuso de una naturaleza distante, agreste y lastimosa.
Es la única explicación que, desde el Arte simbolista y una filosofía imposible, se le puede dar a la vida y a su eterna repetición de cosas parecidas. Fue elegida la figura de Polifemo además gracias a la afortunada expresión de su terrible y solo ojo monstruoso. Fue elegida Galatea gracias a su etérea belleza, pura, meteórica, absurda e inalcanzable. Y todo ello rodeado por la espesura incierta de un mundo transformable, salvaje, confuso, decadente, perecedero y maleable. Con esos elementos mitológicos los dos pintores simbolistas crearon su espantosa metáfora de la existencia. Nada podrá hacer conseguir alcanzar a contemplar ninguna belleza más allá de hacerlo desde lejos y, siempre, sin poder satisfacer siquiera parte alguna de su mera sensación terrenal, temporal o pasajera. Porque en esa visión del mito radicará la explicación de la falsedad ante lo que, algunos seres, sí pensarán de, a cambio, poder conseguir llegar a dominarla. Pura falacia fantasiosa de una necedad engreída por la aparente sensación a veces satisfecha. No, no es así, porque sólo es lo que, ahora, solo ahora, puede hacer Polifemo: vislumbrarla. Y esto es solo una realidad contenida, falseada, modelada por las mismas invenciones que el Arte pudiera llevar a efecto, a veces, con la representación manifiesta de alguna belleza. Pero, sin embargo, en el mismo mito, en la fuerza inmisericorde de su sentido trágico, Polifemo viene a representarnos la inevitable búsqueda desasosegada de una explicación vitalista. Y los pintores simbolistas, más aún Redon, destacarían la ridícula expresión inútil de un monstruo en su afanosamente imposible querencia vitalista. Y lo manifestará con el único y melancólico ojo frontal y exagerado que Polifemo nos muestra ahora sin sentido. Porque ni siquiera con él mirará ahora a la belleza. Es inútil hacerlo, él lo sabe. Esta es la grandiosidad que ahora nos muestra este personaje lastimoso. Sabe él que es inalcanzable esa belleza y que no puede ahora más que admirar, desde lo más lejos posible de su sentimiento, la querencia inmortal que llevará, además, marcada su estirpe en la inmensidad repetitiva de una existencia absolutamente inagotable.
(Óleo Galatea, 1896, Gustave Moreau, Museo Thyssen, Madrid; Cuadro El cíclope, c.a. 1914, del pintor Odilon Redon, Museo Kröller-Müller, Países Bajos.)