Hacía más de un año que había recibido aquella carta, acompañada de un anillo. Honoria, la hermana del emperador Valentiniano III le prometía matrimonio y ponía a sus pies la mitad occidental del Imperio. Rebelde desde su nacimiento, ella sabía que ofrecer su mano al enemigo más poderoso que por entonces tenía Roma era la forma más hiriente de vengarse de su hermano, una vez que éste había convenido sus esponsales con Basso Hercolano, un provecto senador de Constantinopla.
Honoria no conocía a Atila, pero tampoco le preocupaba demasiado su aspecto ni proceder. Estaba convencida de que vivir a su lado no podía ser peor que pasar el resto de su vida con aquel anciano con quien le pretendían desposar. Unos años antes, durante el saqueo de Roma que llevó a cabo Alarico, el primer extranjero que había conseguido conquistar Roma en los últimos ocho siglos, su madre Gala Placidia se había prendado de Ataúlfo, y se había fugado con él. Incluso llegaron a casarse, una vez que el guerrero se hubo convertido en rey de los visigodos, aunque, como así le contó alguna vez Gala a su hija Honoria, no fue una boda de carácter político, sino por amor.
Estaba acampado en Mantua, a escasas jornadas de su entrada triunfal en Roma a la cabeza de su ejército, cuando divisó en las cercanías del río Mincio, que bordeaba la ciudad, una delegación de Roma que arribaba a parlamentar con él y tratar las condiciones de la rendición de la capital, según él suponía.
A cambio de no arrasar la ciudad, se le ofreció un fabuloso botín de oro equivalente al que obtendría de su saqueo. Sin duda, sería un buen argumento con el que convencer a sus tropas para no seguir adelante en su conquista. Obtendrían la misma recompensa, sin necesidad de correr riesgos y de soportar bajas entre los soldados. Y con el añadido de que, como bien recordaba Atila, Alarico, el primer bárbaro que conquistó la ciudad, había fallecido al poco tiempo de su ocupación. Él era bastante supersticioso, y temía correr la misma suerte.
Además, según le comentó el negociador enviado, Honoria había muerto, así que por esa vía quedaba cerraba cualquier posibilidad de poder transmitir a sus hijos varones el título de emperador. Y aunque le daba la impresión de que aquella noticia no era del todo cierta, tampoco quiso insistir en el tema.
Al principio se sintió contrariado, ya que esperaba que fuese el propio emperador quien viniese a tratar con él, o tal vez su amigo Flavio Aecio, general de los ejércitos y gobernante de facto, y al que conocía desde la juventud, cuando Atila pasó un tiempo en Roma formándose en las milicias y aprendiendo todas las estrategias bélicas romanas. No obstante, enseguida agradeció aquella acertada elección del Senado, que había confiado la suerte de su ciudad en el pontífice, quien ya había demostrado con anterioridad ser un reputado negociador.
El caudillo huno tenía curiosidad por averiguar qué podría salir de aquel encuentro que protagonizarían el ‘Azote de Dios’ y el ‘representante de Dios en la Tierra’. El Papa le resultó un hombre fascinante, y las conversaciones que mantuvieron le transmitieron una calma que jamás antes había sentido. Intuía que, de alguna forma, el trato de aquellos días con tal magnífico personaje había sido determinante para tomar la decisión de abandonar su propósito de tomar Roma y de regresar con los suyos. Al fin y al cabo, tampoco deseaba echar raíces en la ciudad latina, que ya conocía de los tiempos en que ejerció de espía, y cuyo estilo de vida nunca consiguió seducirle.
Prefería imaginar que le gustaría acabar sus días cabalgando su caballo por las inmensas planicies húngaras, disfrutando del campo abierto, de los amaneceres con escarcha, de las hermosas puestas de sol sin que ningún edificio las ocultase, y del rumor de las aguas del río Tisza. Un inigualable paisaje que, pensó, nunca debió abandonar.
Los guerreros suspiraron aliviados: ya habían sufrido demasiadas bajas, acumulaban hambre y cansancio, y parte de ellos estaban aquejados de una epidemia que les diezmaba. Además, en las carretas apenas si podían transportar un tesoro mayor que el que ya habían obtenido.
Mientras iban dejando atrás las provincias romanas y retornaban a su hogar en la frontera del Danubio, Atila sonreía pensando que, en su convincente explicación a los suyos, había omitido el verdadero motivo por el que había decidido no atacar Roma: siempre había sentido un profundo respeto, cuando no pánico, hacia las personas con nombre de animal, y el negociador se había presentado bajo el apelativo de León I.