El sublime valor de la emoción frente al enajenado material de la subasta.

Por Artepoesia




Hasta mediados del siglo XVIII no se comenzaron a subastar obras de Arte. Pero, quizás, no fue hasta la Revolución francesa cuando se activó aún más el comercio de Arte. Posiblemente, los aristócratas franceses vieron una salida económicamente viable en la enajenación de sus tesoros artísticos, custodiados por siglos de transmisiones familiares solariegas. Los británicos, de este modo, se beneficiaron con la mediación en las transacciones que, a partir de entonces, se desarrollaron con una fervorosa compulsividad en su país. Pero, entonces como ahora, ¿qué marcaba y valoraba una obra de Arte? ¿Cómo se puede enjuiciar una emoción, una pulsión enamorada casi, hacia un lienzo, el que sea, aunque éste sea arrebatadoramente ineludible? O, ¿es que sólo es algo económicamente tasable, nada más?
En Madrid, en la Sala de Subastas Alcalá, se llegó a ofrecer, en 2009, un cuadro del pintor napolitano barroco Andrea Vaccaro (1604-1670), Magdalena penitente. Este lienzo alcanzó entonces la cifra de 90000 euros. Otra obra subastada, esta vez por la Sala Retiro de Madrid, fue Coracero francés, del año 1813, firmado por el pintor español José de Madrazo; esta obra consiguió venderse al Museo del Prado, en ese mismo año, por 60000 euros. Pero, lo verdaderamente curioso, lo que, tal vez, nos hace así enajenarnos más a nosotros mismos que a las obras en sí, es el valor que obtuvo la obra del pintor alemán Martin Kippenberger (1953-1977), Bar de París. Esta obra de arte conceptual, donde la creación se ejecuta más por su propia ideación de lo que representa que por su composición formal o espacial, se llegó a subastar, en Christie`s de Londres, por casi 2,5 millones de euros
Cuenta una parábola evangelica (Lucas, capítulo 15) que, una vez,  una mujer se había percatado de que había perdido un dracma, una moneda, de las diez que poseía. Empezó a buscar por toda la casa, todas las habitaciones, todos los armarios y cajones. Comenzó de día y no dejó de hacerlo. Para buscarla, acabando la luz por ser ya tenue, aunque aún era de día, encendió una lámpara para que pudiese, así, hallarla mejor. Tenía que hacer otras cosas incluso, pero ella no dejó de buscarla. Eran diez monedas las que tenía, de poco valor entonces, y sólo una, una sólo había perdido. Además en su propia casa, no afuera; aun así lo dejó todo para dar con ella, aunque fuese la décima parte del poco valor que ya tuviese. Entonces, decide barrerlo todo, mirarlo todo, con su luz sostenida, hasta que, por fin, la encuentra perdida entre las rendijas de un suelo maltratado. ¿Qué valor tenía, para ella, esa moneda, sólo esa única moneda? Todo el del mundo.
Así, como el Dios que no ceja en valorar cada una de sus ovejas, con el valor de la bondad del corazón y de sus principios, así esta leyenda nos inspira para entender el valor de las cosas. Para que entendamos la diferencia entre el valor nominal y el espiritual. El puramente económico y coyuntural, y el que tiene que ver con las emociones, con las cosas que nos atan irresistiblemente a nuestro supremo éxtasis visceral. Algo que no tiene, necesariamente incluso, un valor cuantitativo. Que no puede enajenarse, ni trascender más allá de nuestra sensación mental. Ahí, en nuestra mente, es donde radican los auténticos valores que nunca podrán ser subastados, porque de ahí, jamás, nunca jamás, podrán ser liberados, transmutados, catalogados o suplantados.
(Cuadro del pintor alemán Martin Kippenberger, Bar de París, siglo XX; Óleo del pintor español Alejandro Ferrant, 1843-1917, Interior del Corgo, con una salida de 3600 euros en una subasta en 2009; Cuadro del insigne pintor español Sorolla, Pescador, de 1904, subastado en 2009 en Sotheby's de Londres por 3,6 millones de euros; Cuadro del pintor barroco holandés Gerri Dou, 1613-1675, Una anciana sentada junto a la ventana con su rueca, subastado también en Sotheby's en el año 2009 por 3,5 millones de euros;  Óleo Coracero francés, 1813, del pintor español José de Madrazo; Cuadro del pintor Andrea Vaccaro, Magdalena penitente, siglo XVII; Cuadro del pintor italiano barroco Domenico Fetti, Parábola de la moneda perdida, 1622.)