La gente, sorprendida, se giraba al verla ataviada con el uniforme de las Fuerzas Aéreas Francesas, y luciendo varias medallas en el pecho. Echó el traje en la maleta a última hora, sin saber si finalmente se lo pondría en la Marcha.
Y estuvo casi a punto de decidirse por uno de sus extravagantes vestidos de antaño, cuando Gloria Richardson le indicó que el comité organizador recomendaba a las mujeres que fuesen arregladas y no usasen vaqueros.
Desde la parte superior de la escalinata, podía advertir cómo los escasos huecos existentes en la gran Explanada Nacional se iban cubriendo rápidamente por personas procedentes de todos los rincones del país, convenientemente acomodadas por los voluntarios.
Sin duda, la convocatoria de la Marcha sobre Washington por el Trabajo y la Libertad había constituido un auténtico éxito, y ya se podía afirmar que se trataba de la más masiva protesta de la historia de los Estados Unidos.
Bob Dylan y Joan Baez acabaron su canción, ampliamente coreada por la audiencia, y Joséphine Baker se acercó al micrófono. Sacó el guión del bolsillo, y comenzó su discurso.
Aunque la manifestación había arrancado antes de lo previsto, debido a la impaciencia de los partipantes, que se cansaron de esperar a que los líderes regresasen de su reunión con los congresistas, el avance de la misma fue lento, así que probablemente dispondría de unos minutos adicionales sobre los asignados, hasta que todo el mundo se acomodase. Además, los vuelos en los que viajaban algunas de las celebridades de Nueva York y Hollywood que iban a asistir al evento también se habían retrasado.
Estaba acostumbrada a actuar en los más importantes escenarios, pero jamás se había enfrentado a un auditorio de más de un cuarto de millón de almas. Creyó que quizás debería de empezar por presentarse. Tenía 57 años cumplidos, y parte de la multitud era lo suficientemente joven como para no conocerla.
Su madre se volvió a casar, esta vez con un desempleado, Arthur Martin, así que su existencia desdichada se agudizó todavía más. A los ocho años tuvo que dejar la escuela, y entrar a trabajar como doméstica y niñera en una vivienda de blancos, que le maltrataban físicamente.
Huyó de aquella casa, y se convirtió en una vagabunda. Dormía bajo las estrellas, y subsistía con los espectáculos callejeros que montaba. Mostraba unas destacables aptitudes para el baile, y pronto llamó la atención de un cazatalentos, que le ofreció su primer empleo como corista en una compañía.
Con sólo catorce años se ganaba la vida con su arte, y a los diecisiete cobraba más que sus compañeras blancas. Pero, a diferencia de ellas, a la salida del teatro no podía ir a gastárselo en ropa o zapatos en Bloomingdale’s, porque le negaban el acceso por el color de su piel.
Tras participar en varios musicales, con una moderada notoriedad de crítica y público en el Music Hall de Broadway, o en el Cotton Club de Harlem, un productor le habló del futuro prometedor que le aguardaba en París, y no se lo pensó demasiado.
Anhelaba largarse de la cárcel de cristal que la atenazaba, y emigró a Francia. Allí, su temperamento alegre, sus contoneos frenéticos, su peinado pegado a la cabeza, su exótica forma de bailar, sus axilas depiladas, y su escaso atuendo, que se reducía a un escueto cinturón hecho de bananas, que movía al son de unos tambores africanos, rompieron todos los moldes de aquella sociedad desinhibida, ávida de nuevas emociones.
Su insólita mezcla de ingenuidad y erotismo provocó que los espectadores del Folies Bergère se postrasen entusiasmados a sus pies. Con su carisma y talento, en pocos meses se erigió en la sensación del París de entreguerras, y en la musa de genios como Pablo Picasso, Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway o Christian Dior.
Francia enloqueció con Joséphine, y ella a su vez se enamoró de aquel país para siempre. No tanto por su éxito artístico, que le llevó a protagonizar varias películas como actriz principal, algo impensable para una artista de color, ni por convertirse en la mujer más fotografiada del año, ni por ser la estrella mejor pagada de Europa, ni por su tremenda fama como intérprete de jazz y de ópera, sino especialmente por la amplia libertad de que disfrutaba.
Por su oficio, gozaba de libertad de circulación, lo que le habiltaba para ejercer como espía, portando mensajes entre la Francia libre y los aliados, a menudo camuflados con tinta invisible en las partituras de sus obras, o escondidos en su ropa interior.
También intentaba recabar información en las recepciones y banquetes a los que acudía, y su castillo se transformó en un centro de operaciones de la Inteligencia francesa. En ciertas ocasiones ocultaba en él a disidentes, arriesgando su vida y la de los suyos.
Al acabar la contienda, como recompensa a su valentía y su labor de agente del contraespionaje, el general De Gaulle la nombró ‘Caballero’ de la Legión de Honor, y le impuso la Cruz de Guerra y la Medalla de la Resistencia, las más altas condecoraciones otorgadas por el Estado. Hoy las lucía con orgullo en la solapa de su uniforme de subteniente auxiliar de las Fuerzas Aéreas francesas.
Realmente le apenaba que, cuarenta años después, seguía siendo una ciudadana de segunda o tercera categoría, sufriendo discriminación en los hoteles, en los restaurantes, o en los transportes, a pesar de la teórica igualdad de derechos que amparaban las leyes. Y si esto le ocurría a ella, podía imaginar lo que les sucedería a sus hermanos de raza más humildes.
Aún tenía presente el suceso que había protagonizado en el Stork Club de Nueva York, unos años atrás, cuando se negaron a servirle la cena que pidió. Después de abandonar airada el local, escoltada por Grace Kelly, que se solidarizó con ella, y con quien había mantenido una estrecha amistad tras el incidente, inició una cruzada en favor de la igualdad, negándose a actuar en los establecimientos que no patrocinasen la integración racial.
Enseguida recibió amenazas del Ku Klux Klan, y parte de la prensa la señaló tendenciosamente de comunista, por lo que fue expulsada del país, al haber renunciado a la ciudadanía estadounidense cuando obtuvo la nacionalidad francesa.
Allí podía ir a donde quisiera, comer donde le apeteciese, dormir en cualquier hotel, sin estar pendiente de los carteles exclusorios o de los apartados para gentes de color, y sin que nadie le llamase ‘negra’ con aquel tono tan despectivo que utilizaban en América. Era feliz y, sobre todo, no tenía miedo.
La muchedumbre, en la lejanía, le escuchaba atentamente y con admiración. Afortunadamente, la megafonía era muy potente. Se habían instalado altavoces por toda la National Mall, de tal manera que las palabras de los conferenciantes se oyesen con la suficiente claridad y volumen.
Esto resultaba fundamental para que los asistentes no se distrajeran, y no comenzasen a formarse disturbios por desatención. Bajo ningún concepto aquella Marcha podía derivar en un polvorín. El gobierno del presidente Kennedy, un político comprometido, pero que no acababa de asimilar el problema racial de la nación, se había implicado a fondo con la organización de la manifestación para que se desarrollase sin incidentes.
En un principio, sentían temor de que cientos de miles de negros ocupasen las calles de Washington. El presidente se citó con los líderes afroamericanos, intentando disuadirles de su firme empeño de llevar a cabo el acto. Dado su fracaso, terminó por designar un delegado del Departamento de Justicia para que supervisara los preparativos.
Desde entonces, ambas partes habían lanzado mensajes de serenidad. Pese a ello, habían desarrollado un magnífico dispositivo de seguridad entorno a la manifestación: miles de policías, miembros de la Guardia Nacional, agentes de la Reserva, soldados, paracaidistas, bomberos, y vigilantes contratados por la organización, habían tomado el centro de la capital y los suburbios. Joséphine no recordaba un despliegue de tropas semejante desde los tiempos de la guerra.
El estado de emergencia dictado se completaba con la prohibición, por primera vez desde la Ley Seca, de vender bebidas alcohólicas, con la cancelación de todas las intervenciones hospitalarias para despejar los servicios de urgencias, con la masiva acumulación de bolsas de plasma sanguíneo, con la sugerencia a los funcionarios públicos de que se tomasen el día libre, a pesar de celebrarse en un miércoles laborable, y con la obligación de terminar temprano la Marcha, de tal modo que al anochecer todos los participantes estuvieran ya en sus casas. Presentían que un pequeño altercado podría derivar en una ola de violencia urbana, y no podían asegurar que no hubiese provocadores infiltrados entre los manifestantes.
Para concluir su discurso, quería hacer incapié en el hecho de que los jóvenes habrían de persistir en su batalla, pero no con las armas, sino con la pluma. Tenían que ir al colegio y estudiar mucho, para que con una buena educación pudiesen defenderse del sistema, y conseguir sus propósitos.
Joséphine lamentaba que en su niñez tuviera que abandonar la escuela tan pequeña. Ahora era mayor, pero estaba a tiempo de insuflar en el corazón de los jóvenes que le escuchaban la llama de la lucha, y animarles a no escapar como ella hizo, sino a pelear por cambiar su país desde dentro.
Sus veinte minutos se le hicieron muy cortos para todo lo que le habría gustado contarles. Confiaba en que su experiencia y su percepción desde la distancia, de una negra autónoma, segura y feliz, pero que había conocido como ellos la opresión, les sería de ayuda.
Recibió una calurosa ovación, la más multitudinaria que había cosechado nunca, y se aprestó a ocupar su asiento en la tribuna, próximo al de sus compañeros de profesión. Todos le felicitaron por su mitin, y a ella le encantó reencontrase con muchos de ellos.
Su presencia resultaba útil para atraer el interés de los medios, pero también para tranquilizar al gobierno, seguros de que su asistencia se debía a la confianza de que no se iban a producir incidentes, sino que todo discurriría en un ambiente más festivo.
Hacía unos minutos que los últimos integrantes de las dos manifestaciones procedentes del gran obelisco blanco habían llegado a la base de la escalinata. Por el norte, a través de la Constitution Avenue, había transitado la marcha encabezada por los ‘Seis Grandes’, los representantes de las seis grandes agrupaciones convocantes, rodeados de numerosos reporteros, que perseguían las fotos y las declaraciones con las que abrirían sus informativos al día siguiente.
Marian Anderson, encargada de prologar el programa con la interpretación del himno nacional, estaba atrapada entre la muchedumbre, y no conseguía alcanzar el estrado. En su lugar, Camilla Williams, la primera cantante de ópera negra contratada por la New York City Opera, se ofreció a entonarlo.
Los parlamentos se sucedían sin pausa, debido a las exigencias de los tiempos en televisión. Desde su situación, Joséphine distinguía cientos de operarios, entre cámaras, técnicos y locutores.
Llegó la hora en que el conductor de la ceremonia, Asa Philip Randolph, introdujo el homenaje a las mujeres. Según le había referido Dorothy Height, éste había constituido un polémico caballo de batalla en las reuniones previas a la jornada.
Después de mucho discutir, y ante la insistencia de Ann Hedgeman, los promotores reconsideraron su postura y llegaron al acuerdo de introducir una escueta mención al papel de la mujeres en la lucha contra la segregación, y de organizar un tributo especial para un reducido grupo de ellas.
De esta manera, Daisy Bates dispuso de un par de minutos escasos para expresar su adhesión a la causa común. El presentador fue nombrando a las seis distinguidas luchadoras, que se levantaron de sus sillas para recibir un aplauso. Cuando Gloria Richardson, designada también para pronunciar una breve reseña, fue a dirigir unas palabras al auditorio, solo alcanzó a pronunciar un tímido ‘hola’, tras el que le arrebataron el micrófono de las manos.
Joséphine Baker se habría ido de buena gana en aquel mismo instante, aunque entendía que esa no era la batalla principal a librar, sino la de reclamar la abolición de la segregación.
Prosiguieron los discursos de los ‘Seis Grandes’, representantes de las asociaciones convocantes, y de los líderes religiosos católicos, protestantes y judíos, así como del dirigente sindical Walter Reuther. Cada uno de ellos contaba con un tiempo limitado para su argumentación, apenas siete minutos. A Joséphine le resultó que todos empleaban un estilo reivindicativo, poco conciliador y nada constructivo, pero sin caer en el tono incendiario.
No subieron más mujeres al estrado, salvo Eva Jessy con su coro, y Mahalia Jackson, para cantar sendas canciones. Sin embargo, la prensa sí parecía interesada en lo que ellas tenían que contar. De hecho, ya había varios periodistas a la cola para entrevistar a Rosa Parks, la mujer que había empezado todo aquello, el día en que se negó a ceder el asiento del autobús a un blanco y sentarse en las plazas del autobús destinadas a los negros.
Al parecer, no era la única persona que se había dado cuenta de tal circunstancia. De repente, Joséphine observó cómo dos agentes se llevaban a Rosa Parks y a Lena Horne de allí. No entendía muy bien qué ocurría, aunque podia adivinarlo a juzgar por la cara de indignación que mostraba la activista Richardson.
Dieron la una y media de la tarde, y apareció en escena Martin Luther King. La expectación era máxima, no solamente en la explanada, sino que gran parte del país estaba sentada en aquellos instantes delante del televisor.
Joséphine sabía que se habían pasado la noche entera elaborando y puliendo el sermón del predicador baptista, imbuido de profundas convicciones religiosas y sociales en favor de la justicia y la no violencia, y seguidor de la tradición de lucha pacífica de Mahatma Gandhi, de quien se consideraba discípulo.
Se agotaban sus siete minutos, y en su alegato no había ni sombra de la fuerza que se esperaba de su discurso, que cerraba el de todos los oradores. De pronto, Mahalia le requirió en voz alta que les hablase de su sueño.
Le habían instado a que no emplease la fórmula que solía usar en sus sermones. Sin embargo, tras un momento de reflexión, King decidió saltarse el guión y retomó su disertación con su célebre: ‘Tengo un sueño’. El público prorrumpió en aplausos, mientras los organizadores se miraban asombrados por su imprudencia, en tanto que los censores vacilaban sobre si debían cortar el micrófono.
Una vez que Martin recuperó su habitual elocuencia, Joséphine pudo disfrutar de una inspiradora disertación, más alineada con lo que ella había intentado transmitir. Él les habló de forma resuelta de su deseo de un futuro en el cual las gentes pudiesen coexistir armoniosamente y como iguales, dejando al lado sus diferencias raciales o religiosas.
Tras el espiritual ‘Él tiene el mundo entero en sus manos’ interpretado por la reaparecida Marian Anderson, siguió la lectura de la lista de reclamaciones a cargo de Philip Randolph, en la que se exigía la completa integración en los campos de la educación, la vivienda, el transporte, la atención en los organismos públicos y el derecho efectivo al voto, y se incidía en la erradicación de la discriminación en el empleo y en los salarios.
Joséphine se emocionó cuando todos los asistentes juntaron sus manos y acompasaron sus voces a la de Joan Baez, la cantante folk de raíces escocesas y mexicanas, en su "We shall overcome". Vencerían, no le cabía la menor duda, de la misma manera que ella había logrado sobreponerse a las dificultades, porque ahora sí veía flamear en el corazón de sus compatriotas esa llama que Joséphine había intentado prender hacía un par de horas.
Quedaba mucho por combatir en el ámbito de los derechos civiles de la raza, pero aún más en el de la igualdad entre sexos.
No obstante, tenía claro que hoy, por fin, habían conseguido remover las entrañas de una dormida América, y despertarla de su letargo.