El techo de cristal es una metáfora que, alude, a las barreras invisibles a las que ven expuestas las mujeres en el ámbito profesional, pero en este caso también, sirve de guiño a la obra de Sylvia Plath, La campana de cristal, y además, es el anhelo de dos poetas que se lanzan en busca del poema perfecto. Para no faltar a la verdad, el techo de cristal es ese lugar que nadie visualizar, pero al que Sexton pone palabras: «el precio de la fama… dicen leernos cuando quieren decir follarnos». Ahí es donde reside el alma de esa rabia incontenida pero a la vez invisible de estas dos mujeres que en diversos flasback fechados en 1959 —cuando asisten al taller literario de Robert Lowell— dan rienda suelta a sus pasiones y sus miedos en el bar del hotel Ritz de Boston. Ahí, temas como: el embarazo, la menstruación, el matrimonio, el amor y cómo no, el proceso creativo, se abren uno a uno cuales pétalos de una flor en una mañana de primavera. Esa desnudez a la que se enfrentan Anne y Sylvia tiene una excusa: encontrar el poema perfecto. Un poema que Sexton siempre le pide a Plath, y que ésta no está dispuesta a mostrarle y, cuando lo hace, quizá, ya sea demasiado tarde. Adelantadas a su tiempo, ambas poetas deambulan por el mundo como lo harían dos frágiles barcos por un océano lleno de obstáculos: maridos, hijos, padres, sociedad…, y que la final de la obra deviene en una serie de confesiones de unos y otros que tratan de ajustar sus posiciones y decisiones en el tiempo. Más allá de este postrero ajuste de cuentas con el mundo, El techo de cristal es una magnífica obra de teatro que nos hace reflexionar sobre aquello que de verdad importa: las zancadillas —propias y ajenas— a las que los creadores se enfrentan a lo largo de su vida y de su obra, porque de esa lucha sin cuartel nace la obra de arte, ésa que nos ayuda a avanzar y ver el mundo de otra forma, pues sin ella, no seríamos capaces de llegar a ese punto que no somos capaces de visualizar por nosotros mismos, igual que ese invisible techo de cristal y el hallazgo del poema perfecto.
Ángel Silvelo Gabriel