El ‘toque’ Samuel Fuller: Casco de acero

Publicado el 18 junio 2010 por 39escalones

The steel helmet fue el primer éxito comercial de Samuel Fuller, uno de los “chicos malos” oficiales de Hollywood, uno de esos directores considerados como sensacionalistas y políticamente incómodos en Estados Unidos pero que en Europa siempre ha sido tomado por creador de culto. Tras iniciarse como periodista de sucesos y escritor de novelas pulp, Fuller comenzó a escribir guiones durante los años treinta e incluso dirigió un par de westerns convencionales. Sin embargo, en 1951, con Casco de acero dio el primer toque de atención a crítica y público sobre sus enormes facultades como cineasta, un excelente pulso narrativo, el empleo de largas tomas y planos secuencia y también de primerísimos planos, al igual que sobre su gusto por las historias potentes y cargadas de violencia a través de la cual denunciar déficits sociales y políticos.

Nos encontramos en la guerra de Corea: Zack es el único americano que ha sobrevivido, gracias a su casco, que en recuerdo conserva la perforación de la bala, a la ejecución masiva de su pelotón por parte de los soldados comunistas. Junto al niño coreano que le libera de sus ataduras y un enfermero que encuentran en el bosque, se unen a una patrulla desorientada cuya misión consiste en tomar un templo budista utilizado por el enemigo como base de operaciones. Sin embargo, al llegar la posición parece desierta, y ellos la ocupan mientras esperan que llegue su relevo. No obstante, el enemigo no anda muy lejos, y no tardan en producirse bajas en el pelotón provocadas por unos combatientes invisibles que se mueven en la oscuridad de la noche.

Con una precariedad de medios evidente y unas limitaciones de presupuesto que le obligaron a economizar utilizando imágenes de archivo de la guerra real, Fuller construye un atípico alegato antibelicista que, además de cargar las tintas contra la crueldad y la violencia al margen de toda ley, sentido o sentimiento humano, apunta al origen de los conflictos, a los intereses que mueven a los gobiernos a involucrarse en escaladas armadas, y a los pretextos que enarbolan para obligar y convencer a los más desfavorecidos de sus sociedades a que acudan a morir por unos motivos que les son ajenos y que son vendidos con propaganda grandilocuente y discursos falseados. En ese sentido, resultan elocuentes las conversaciones que el prisionero coreano mantiene con dos de sus captores, en primer lugar el soldado negro, al que le pregunta cómo es posible que luche por un país que consagra la segregación racial y considera a los de su raza como animales o cosas, y no como a personas, y posteriormente con el soldado de origen japonés, al que le recuerda que sus conciudadanos japoneses nacidos o residentes en Estados Unidos fueron confinados en campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial.

Con un estilo directo y sencillo, resultante de la escasez de material pero también necesaria para la profundidad y sinceridad del tono empleado por Fuller, se trata de un filme bélico en el que, al menos hasta el desenlace final, no abundan los grandes despliegues de medios, las escenas de combate ni los momentos de acción y lucha. La oscuridad de la jungla en unos casos, y la preocupación por la historia individual de los soldados más que por las operaciones militares, las estrategias o el contexto histórico-político, hacen que los acontecimientos más propios de la lucha queden en un segundo plano y sean las historias particulares de los soldados, en particular aquellos aspectos que reflejan la dicotomía entre el deber y el sacrificio gratuito y banal, los que ocupen el centro de la narración. No podía ser de otra forma al utilizar Fuller primordialmente sus propias experiencias en el frente europeo y norteafricano durante la Segunda Guerra Mundial (incluidas condecoraciones como la Estrella de Plata y el Corazón Púrpura) como fuente para los sentimientos e ideas que los soldados exponen abiertamente y sin censuras a lo largo de los breves ochenta minutos de metraje, por más que el final de la cinta, el combate previo a la maravillosa toma final de Zack ante la tumba del soldado marcada por un casco que yace en lo alto de la culata de un fusil clavado en el suelo por la bayoneta, sea una concesión política a los financiadores y distribuidores, preocupados por el efecto que el cariz de los comentarios políticos “poco patrióticos” pudiera tener en un tiempo sacudido aún por la sombra de McCarthy.

Fuller deja aquí las señas de identidad de lo que será un estilo muy personal de filmar y de narrar, un carácter propio que inspirará a buena parte de los cineastas de la nouvelle vague francesa, pasando por Jean-Luc Godard (que hizo aparecer a Fuller en un breve papel en Pierrot el Loco junto a Jean Paul Belmondo), y de ahí saltando a directores como Peckinpah, Scorsese, Tarantino, Jim Jarmusch o Wim Wenders (que, asimismo, ha contado con él para pequeños papeles en algunas de sus películas). Un rebelde de Hollywood con una obra tan sólida como desconocida por el gran público.