Ante la brusquedad de las cosas de la vida, incluso ante sus demoledoras fuerzas escondidas, pero lacerantes, los seres humanos buscarán refugio y calma. No es más que el evidenciado modo humano vulnerable de ser en un entorno cuestionador. Para representar una escena legendaria narrada en los evangelios, la tempestad calmada, el pintor flamenco Jan Brueghel el viejo (1568-1625) compuso un óleo sobre un pequeño soporte de bronce. Pero, sin embargo, crearía con él una grandiosa obra de Arte universal. Lo que hace al Arte una visualización diferente de cualquier representación de la vida es su fabulosa mentira extraordinaria. El naturalismo en el Arte -ver la realidad sin fisuras más natural- no conseguirá más que emocionarnos... A cambio, todo estilo artístico contrario que prime belleza, equilibrio, irrealidad, sueño, alegoría y sentido, conseguirá, además de emocionarnos, hacernos pensar en la misteriosa influencia de un sutil mensaje subrayado. Porque debe haber un mensaje sutil en esa representación no naturalista, y éste debe estar significativamente destacado. Debe haber también belleza exagerada, grandiosa, armoniosa. Y luego, por fin, el sueño, algo imprescindible para objetivarlo. Con él, combinaremos irrealidades con realidades, posibilidad con indiferencia, sutilidad con sentido. Y todo esto es lo que veremos en la obra Cristo en la tempestad del mar de Galilea del año 1596.
Un paisaje favorecedor de lejanía y cercanía, de fuerza e intimidad, se nos presentará bellamente a los ojos. En la obra de Jan Brueghel no hay, para ser una terrible circunstancia drámatica -la tempestad despiadada de un mar-, ninguna sensación ahora de atrocidad natural de un escenario cruelmente atronador. Pero, sin embargo, el pintor compone un entorno marítimo sobrecogedor sobre sus oscuros trazos tornasolados. ¿Qué hay que haga así una sensación diferente? Claramente es el mensaje de un personaje sagrado que, dormido serenamente, destacará sobre todo lo demás. No tiene sentido para una representación naturalista, pero, aquí, ahora, en una representación que no lo es, tiene todo el sentido alegórico del mundo: nada puede existir que descalme el motivo fundamental de una existencia. Pero, entonces, ¿cuál es ese motivo? Nosotros mismos. Para el ser humano la representación de la vida, de la vida que vive él, no otra cosa, es la misma representación que veremos ahora en este cuadro. Todo se encuadrará en un maravilloso entorno que no se corresponde, sin embargo, con la sensación, y los efectos producidos en los otros alimentarán además esa sensación. La tempestad desoladora no está ahora sino en los trazos retorcidos de parte de un paisaje mucho mayor...
Artísticamente la obra es maravillosa, dispone de un fuerte contraste destacado -las vestimentas fuertemente coloreadas de los personajes embarcados- sobre un paisaje de una diversa monotonalidad gris-azul-verdosa. La barca de los apóstoles está abigarrada de unos seres ahora que, activos y preocupados, buscarán, sorprendidos, la inexistente fuerza nuclear de lo sagrado. Y es inexistente porque la buscarán fuera de ellos. Para subrayar más este efecto, el pintor, como la parábola, dormirán al motivo que pueda hacerles ver eso. No está ahí, aunque lo esté. Sólo están ellos, los seres que ahora buscarán consuelo entre sus gestos inútiles. El pintor fue especialista en crear grandes paisajes motivadores. Por eso aquí no dejará de serlo, un paisaje estimulante, aun representando así una tormenta pavorosa. Pero, solo la representará levemente, porque la belleza de la misma es superior a cualquier otro fenómeno estético, ético o primoroso. Ni siquiera hay oscuridad; brillará incluso una ciudad al fondo de la obra, sobre las laderas hermosas de un pico montañoso. Hasta las otras embarcaciones parecen disfrutar de su rumbo, como las aves, los peces o las suaves olas tiernamente encrespadas sobre la mitad de su fondo. Parece una sublime contradicción: parte que invita a quedarse y parte que obliga a huir. Es como el cielo poderoso del cuadro: formas nubosas oscurecidas que ocultarán un tenue y, sin embargo, ardiente sol que resiste la prueba, el mismo que hace brillar aquella ciudad del fondo.
Porque es la prueba de la sensación de la fuerza del ser ante los desafíos retadores de sí mismo. Como la obra, el ser es perseguido por dos sensaciones diferentes. Porque existen las dos, como existen dos impresiones en su iconografía, aunque una lo sea de cierto y la otra solo una obtusa, vaga y tenebrosa sensación demoledora. Por un lado la impresión pavorosa, que el pintor la representará aquí en el movimiento; por otro lado la impresión segura, que el pintor la representará aquí en la quietud... El movimiento es la vela arremolinada, son las nubes ensombrecidas, son los brazos tensos de los apóstoles, o son las olas alternadas ahora de un color en otro. La quietud, a cambio, está en la firmeza de las rocas y los picos kársticos, en las siluetas de los edificios arraigados del fondo, en la atmósfera acogedora de un paisaje esplendoroso, en la luz de un sol insobornable apenas oculto detrás de lo meramente evanescente, o entre la serena ensoñación del sueño sagrado y poderoso. Esto es la representación de una obra universal de Arte que consigue aquello de belleza, equilibrio, irrealidad, sueño, alegoría y sentido reflexivo... Nos ofrece así, entre la emoción de sus colores y sus formas, una reflexión profunda: que las sensaciones de temor y sorpresa solo estarán motivadas por nosotros mismos, que no se pueden hallar fuera de uno mismo ni su causa ni su fuerza. Que el ser es, así, el único creador del paisaje de sus sentimientos... Como Jan Brueghel lo fuera con su pequeño y maravilloso paisaje sobre bronce.
(Óleo sobre bronce Cristo en la tempestad del mar de Galilea, 1596, del pintor flamenco Jan Brueghel el viejo, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid.)