El Luminismo, por definición, hace referencia al procedimiento pictórico que trata de captar la incidencia de la luz sobre los objetos, sobre todo como una exaltación cromática de éstos. Aunque el término fue comenzado a ser utilizado a mediados del siglo XX por los norteamericanos, para catalogar así a sus creadores que durante el anterior siglo XIX captaron ya paisajes americanos con grandes efectos luminosos, la realidad es que empezó mucho antes esta técnica, antes de que Caravaggio incluso la llevara a la genialidad. Después de este gran pintor, otros maestros dedicaron este recurso a sus creaciones, como el francés George de La Tour, o el flamenco Gerad van Horthorst (1590-1656).
El gran escritor argentino Borges, en su genial cuento El Aleph, describe, de pronto, en uno de sus personajes, lo siguiente: dijo que para terminar el poema le era indispensable el Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos. Esta palabra, Aleph, hace referencia al primer símbolo del alfabeto hebraico. Símbolo que viene a expresar una diagonal cuyo extremo izquierdo es el más elevado, y que hace separar así dos trazos, dos rasgos, como dos pequeños brazos en sus extremos, que, a su vez, se dirigen ambos hacia lo opuesto, uno para arriba, otro para abajo. Según la cabalística, estudio de sabiduría ancestral judaica, esto separaría así dos mundos, las aguas superiores de las inferiores y, entre ellas, el firmamento, la diagonal que actuaría como vínculo y como frontera.
En 1625 el pintor holandés Gerard van Horthorst compone su lienzo La alcahueta. En éste apenas un tercio del mismo se encuentra iluminado, el resto es penumbra, oscuridad, sombras y un fondo plano percibido. En él, el creador barroco nos presenta dos identidades enfrentadas y una que intermedia, que señala. Ésta última es la alcahueta o celestina, que se beneficia así, materialmente, del encuentro que ocasiona. Está de pie, en un claro-oscuro que permite ver parte de un rostro taimado y sólo una mano útil y contenida. De espaldas, el hombre, el ser que persigue y busca y necesita, totalmente ahora oscurecido, apenas sus manos y su atuendo ahora algo se vislumbran. Luego, iluminada, visible, enfrentada a todo, aparece una risueña joven, la meretriz, que enseña ahora, complaciente, sus favores, sus promesas, incluso un instrumento dadivoso, sin embargo aún no convencida de tocarlo.
Pero, esta composición pictórica es en sí todo un universo. Como el Aleph, es esta obra de Horthorst ahora una parte de la visión de todo un espacio, un espacio que contiene toda la expresión de un universo. Por un lado, lo perseguido, lo anhelado, lo único que creemos ver, que está iluminado para nosotros, pero que todavía no dejará satisfacer aún siquiera el sonido de un laúd insuficiente. Por otro, el mundo tenebroso, el inferior, el sentado, el suplicante; también, en esta parte, el mediador, el perviviente, el que enlaza y beneficia, y que sonríe, provechosamente, ante el sentido exclusivo de la vida, de la consecución de un motivo para con el otro. La Luz frente a la Oscuridad, pero también lo deseado frente a lo necesitado, lo material como medio frente a lo espiritual como sentido. Y, todo, justificado además, comprensivo. Está lo que se quiere, está lo que se aprovecha, está lo que persigue, está el medio, está lo pretextado, está lo iluminado, también lo oscurecido, que aquí, ahora, separa ambos mundos claramente.
Y, siguiendo con el relato de Borges, continúa el narrador-personaje diciendo: vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del mar Caspio en el alba, vi la delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mizapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
(Óleo del pintor barroco holandés Gerard van Horthorst, La alcahueta, 1625, Museo Central, Utrecht, Holanda.)