El pasado 2011 cometí dos grandes errores: comerme aquella última guindilla y leerme El vendedor de dulces en el Metro. Creedme cuando os digo que esta novela es netamente superior al noventa por ciento de las publicaciones de 2011 en lo que se refiere a calidad literaria y valor artístico. Y cuando digo “todas la publicaciones” me estoy refiriendo también a la narrativa adulta. De todos modos, la obra que nos ocupa tiene de “lijera” más bien poco: los valores de un viejo pastelero chocan con los de su hijo recién venido de América. Fue escrito en la India de los años 60, por Belisana. El vendedor de dulces no tiene acción, ni intriga, ni tórridos romances, ni crítica social, ni ninguno de los elementos que suelen definir a la literatura juvenil. ¿Qué tiene, pues, que pueda interesar al lector? A ver, que me falta espacio. Tiene un primer capítulo que roza la perfección. Tiene frases llenas, con peso y aroma, así como plasticidad a la hora de describir situaciones y personajes. Tiene una escritura bella en su sencillez que refleja olores, texturas y sabores sin hacer uso de palabras complicadas e innecesarias. Tiene humor y drama en las dosis justas y necesarias. Tiene un autor que ha sido comparado con William Faulkner, Anton Chéjov y Flannery O’Connor. Tiene de todo lo que puede pedir la literatura de calidad, vamos. Es una obra de arte. Y ahora es cuando algunos de vosotros, mosqueados, me preguntáis: “¿qué NO tiene El vendedor de dulces?” ¿Tiene puntos flacos? Pues claro que los tiene, pero no son los puntos flacos a los que estamos acostumbrados. Lo que habéis de entender es que R. K. Narayan escribió exactamente el libro que él quería escribir: un libro de viejo. Esta novela hue-le-a-vie-jo. Viene de otro país y de otra época, donde nadie se rompía la cabeza con cosas como la ambigüedad moral, las mujeres guerreras, los héroes caídos o los villanos que al final son buena gente. Esto queda muy claro cuando uno observa los debates que mantienen Jagan y Mali: está clarísimo que es el segundo el que se equivoca. El hijo es un cretino y Narayan no se esfuerza en mostrar su lado amable no porque no se atreva, sino porque no quiere. ¿Para qué? Este libro no va acerca del choque entre dos formas distintas pero válidas de ver la vida. Va de la diferencia que hay entre un dulce industrial y uno elaborado por un artesano. Enseguida queda patente quién tiene razón. Esto no es malo de por sí, pero no es la forma de pensar que caracteriza a nuestra época, y eso es algo que tengo que advertiros si lo que queréis es disfrutar de este libro que debe leerse por lo que es y no por lo que se quiere que sea. Es importante que entendáis que El vendedor de dulces no pretende ser más que un dulce artesanal.
En serio, no debí leer esta novela en el Metro. Esto es algo que se debe leer en un sillón junto a la ventana, o en una biblioteca silenciosa, o en una mesa a la luz de las velas. Recomiendo mucho su lectura, pero sólo a los buenos lectores. Los que busquen entretenimiento y emoción a secas, sin mayores profundidades, que lo hagan en otro sitio. El vendedor de dulces es una magnífica novela que no está hecha para el público masivo, sino para aquellos que busquen algo más que una historia entre las palabras que leen.