Asisto incrédulo al viejo dilema medicina – enfermería como consecuencia de un escrito descriptivo de una situación compleja en las relaciones jerárquicas de un centro de salud.
No pretendo defender a nadie, ni añadir leña a fuego, pero cuando un compañero habla de la subordinación a enfermería, creo entender, por el resto del relato, que se refiere a la cualificación técnica y no legal del superior jerárquico.
Cuando un “jefe”, en un centro sanitario, le dice a un trabajador lo que debe o no debe hacer, debiera referirse al aspecto organizativo y no a sus decisiones profesionales y aquí poco importa que dicho superior jerárquico fuera médica, enfermera o ingeniera de telecomunicaciones.
Recurrir a la demagogia nunca ha sido un recurso inteligente aunque por supuesto, dé sus frutos y reconociendo entender en esa actitud la explosión de años de conflicto.
Y una vez dicho esto, entraré en la cualificación profesional de los directores de los centros de salud. Creo que no debemos confundir aptitud con actitud y menos con habilidad.
El nivel A, preciso para el acceso legal a determinados puestos de responsabilidad, no deja de ser un requisito en un sistema funcionarial que debe de tener sus normas para que todos conozcamos las reglas de juego, pero no deja de ser un nombramiento discrecional “a dedo” y por tanto carente del necesario reconocimiento, en ocasiones, por los compañeros. Porque cuando el poder se otorga, insisto a dedo, no siempre conlleva la autoridad que precisa.
No prejuzgo los méritos de nadie que se presentan en el currículo pero cuestiono el sistema de nombramientos.
Hemos pasado, en los centros de salud, del coordinador cuyas funciones reproducían las decisiones asamblearias a los directores de centro, cuya necesidad no discuto porque siempre la he defendido. Pero la capacidad de organizar y liderar personas no tiene porque estar reñida con el diálogo y las discrepancias.
¿Qué podríamos opinar si un gerente le dijera a una enfermera como se debe de realizar la cura de una úlcera?
Pues eso.
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