El viento tras nuestros zapatos

Por Felipe Santos

El busto al escritor sin nombre que aparece al comienzo de Gran Hotel Budapest guarda un estrecho parecido con Stefan Zweig, el escritor austriaco en cuyos escritos se ha inspirado el director Wes Anderson para hacer esta película. Una niña cuelga una llave de hotel entre muchas al pie del monumento como homenaje a quien escribió una vez sobre aquel lugar fantástico, ese paraíso que bien pudo haber existido alguna vez. Como el sanatorio de La montaña mágica de Thomas Mann, el Gran Hotel Budapest está situado en un paisaje nevado, en lo alto de una montaña alpina a la que es difícil acceder, y cuenta con tantas habitaciones como historias encierra la mente de quien escribe. La multitud de personajes que se engranan en la maquinaria de esta película resplandece a través de su pareja protagonista: curiosamente, dos apátridas. Zero, el nuevo botones del hotel, un cero a la izquierda para cualquier sociedad, es un inmigrante de tez morena que llama la atención del conserje, Monsieur Gustave, del que desconocemos tanto su procedencia como su apellido. En ese mundo sin pasaportes, distinguido y políglota, es el que Zweig vio florecer cuando tenía la edad del primero y en el que se desenvolvió con el aplomo y el desenfado del segundo. “El odio de un país a otro, de una masa a otra, ―escribe en El mundo de ayer―, todavía no le acometía a uno diariamente en los periódicos, todavía no separaba a unos hombres de otros, a unas naciones de otras; el sentimiento de rebaño y de masa todavía no era tan repugnantemente fuerte en la vida pública como hoy”.

Con el corte de pelo y el bigote que luce Ralph Fiennes, Gustave H tiene un aire inequívoco a esas fotografías que podemos encontrar del escritor austriaco, donde nos muestra esa sonrisa orgullosa y embaucadora mientras mira a la cámara con la franqueza de un niño. La figura del conserje emula la de un titán que se abre paso entre la burocracia indolente y el germen de un nuevo mundo vulgar y acaparador. No de forma muy distinta debió contemplar Stefan Zweig a otro Gustav mientras paseaba por la cubierta del barco que traía de vuelta a Mahler para que pudiera morir en Viena. “Yacía allí, con la palidez de un moribundo, inmóvil, con los párpados cerrados. Por primera vez le he visto débil, a él, el impetuoso. Pero esa silueta suya inolvidable ―sí, inolvidable― se dibujaba sobre el gris infinito del cielo y el mar”.

El acto de viajar es una constante en la literatura del escritor austriaco, como si el movimiento a bordo de un barco o un tren fuera una suerte de deus ex machina que contribuye a ordenar o dinamitar todo. El viaje es la antesala de la dicha o de la tragedia, separadas por una finísima línea. La amante ejemplar de Carta de una desconocida (Max Ophuls, 1948) inicia un trayecto imaginario en tren que transcurre entre estaciones improbables. Solo allí la siguiente estación a Río de Janeiro puede ser un pueblo alpino de Suiza. Saberse acompañada por su amado pianista, mientras viaja por ese mundo irreal, es su mayor felicidad, que se revelará tan grande como fugaz.

“Los tiempos han cambiado” dice un Zero ya anciano, como si constatara que los tiempos de su amigo y mentor ya no volverán. “Su mundo ―dice al final de la película― desapareció mucho antes de que llegara él, pero mantuvo la ilusión con una formidable elegancia”. Esa despreocupación es la que fue perdiendo paulatinamente Stefan Zweig a lo largo de su vida mientras se vio obligado a alejarse de Austria. Mucho antes de llegar a Brasil, ya había asumido en su interior que aquel mundo a punto de desaparecer lo iba a hacer delante de los rostros imperturbables de quienes lo habitaban, como ese tren que se detiene por un control militar rutinario y donde la línea entre suerte y la desdicha es tan tenue como la línea del horizonte nevado que se puede divisar a través de la ventanilla del vagón.

“¿Para qué vivimos, si el viento tras nuestros zapatos ya se está llevando nuestras últimas huellas?”, escribe en Mendel, el de los libros. El otrora titán de la literatura, el idealista infatigable de las letras austriacas, se dejó invadir paulatinamente por esa sensación de derrota mientras el vagón se detiene. A Klaus Mann le admiraba el entusiasmo con que solía afrontar la vida. Pero desde Petrópolis, en Brasil, vio el avance de las tropas nazis como una amenaza inexorable que no tardaría en llegar incluso a aquel paisaje amazónico. Y se prometió que ya no huiría nunca más. “Dejo saludos para todos mis amigos: quizá ellos vivan para ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, más impaciente, me voy antes que ellos”.

Afortunadamente, el cine ha sido generoso con él y ha adaptado al menos veinticuatro películas sobre obras suyas, además de Gran Hotel Budapest, que no podemos considerar una adaptación. Hasta cinco largometrajes se han filmado con Veinticuatro horas en la vida de una mujer, a la que siguen otros títulos como Ardiente secreto, Amok o Non credo più all’amore (Roberto Rossellini, 1954). Muchos de sus personajes admiten con elegancia su destino, como el jugador sobrevenido de Novela de ajedrez, adaptada por el cine en Juego de reyes (Gerd Oswald, 1960). Se deja ganar en la última partida al notar que el juego deja de serlo y se convierte en una guerra, en un duelo. Como la Mariscala de la ópera Der Rosenkavalier, el santo bebedor de Joseph Roth o Gustave H en aquel control rutinario de tren, decide organizar su propio fracaso.

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Artículo publicado en la revista de crítica cinematográfica FilaSiete.