Un avión de carga transporta a varios pasajeros, un grupo multinacional de trabajadores de un oleoducto y dos militares británicos, desde Yemen, al sur de la Península Arábiga, a Bengasi, en la costa de Libia. El aparato es una antigualla, un avión destartalado, lento e incómodo, de lo más inapropiado para largas distancias, y además un verdadero horno en los cielos del desierto inclemente. Pero, ya se sabe: las empresas petrolíferas no suelen gustar mucho de invertir una ínfima parte de sus cuantiosísimos beneficios en extremar la seguridad de sus transportes; si no lo hacen con las plataformas de extracción que han contaminado de crudo de forma irreversible lugares como el Mar del Norte o el Golfo de México, ni con los barcos petroleros que han ensuciado, quizá para siempre, las costas de Alaska o de Galicia, no se puede esperar que lo hagan con unos empleados insignificantes, prescindibles, carne de cañón a pie de obra, morralla obrera que no cuenta a la hora de hacer balance y presentar las cuentas en opulentas cenas empresariales ofrecidas a los inversores y a los medios de comunicación que han de cantar sus alabanzas en las páginas sepia. Así que, como si de un ministro español (recompensado por ello con un sueldazo y el puesto de embajador en Londres, mientras el resto de culpables han sido convenientemente indultados y están en su casa, con su familia, y se han reintegrado a sus puestos de trabajo, y a sus honorarios) contratando aviones de saldo para traer a sus soldados de Afganistán se tratara, la empresa escatima tanto en gastos que sólo ofrece un cacharro con alas para un desplazamiento de miles de kilómetros. Como era de esperar, el avión no aguanta una fenomenal tormenta de arena que lo sacude a pesar de los esfuerzos y de la experiencia de Frank Towns, su piloto, y de su ayudante, Lew Moran (James Stewart y Richard Attenborough), veteranos en esas lides que, suponemos, han compartido muchas horas de vuelo juntos en cascarones semejantes, quizá desde los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Y ahí, precisamente, empieza la aventura.
El aterrizaje forzoso cuesta varias vidas (un americano adicto a la revista Play-boy, interpretado por William Aldrich, y un joven griego amante de la cítara) y hiere fatalmente a un joven italiano, y los supervivientes -los dos militares británicos, el capitán Harris (Peter Finch) y el sargento Watson (Ronald Fraser), un grupo de americanos (George Kennedy, Dan Duryea, Ernest Borgnine y James Stewart), un par de ingleses (Ian Bannen y Richard Attenborough), un mexicano (Alex Montoya), un médico francés (Christian Marquand) y un pasajero alemán (Hardy Krüger)- deben organizar la estancia en las arenas del Sahara, cobijados entre los restos del fuselaje, mientras alimentan la esperanza de que vayan a buscarlos aunque el desvío de más de doscientos kilómetros producido como resultado de la tormenta no invita al optimismo. La situación da pie tanto al examen de la convivencia de diferentes tipos humanos en una situación límite como al tratamiento de la evolución de la calidad de sus relaciones, y también de sus íntimos caracteres, ante una adversidad fatal, al mismo tiempo que ofrece una historia de superación, enfrentamiento con el peligro, con la naturaleza y con un destino implacable, a la vez que asistimos al espectáculo de cómo el ser humano es capaz de lo más sublime y lo más ruin, en ocasiones inspirado por los mismos motivos, en busca del mismo fin, anteponiendo en no pocas ocasiones el egoísmo a la camaradería.
Robert Aldrich se conduce con su magistral tacto para el cine de acción en esta aventura desértica de 140 minutos que desmenuza la desesperada lucha por la supervivencia de un grupo de hombres perdidos y abandonados en el desierto, enfrentados al peligro de la deshidratación, la insolación, la inanición, y también a la bajeza moral de algunos de ellos, que encuentran en la construcción de un nuevo avión con los restos del aparato estrellado el proyecto común que consigue aunar esfuerzos, unificar ánimos y finalidades en un conjunto heterogéneo de seres humanos en el que no existen los personajes planos. Aldrich, con guión de Lukas Heller basado en la novela de Trevor Dudley Smith, maneja adecuadamente el contraste entre la grandiosidad del escenario, la interminable soledad desértica, y el breve espacio en el que tantos personajes deben convivir (el interior del fuselaje y los escasos espacios de sombra alrededor), así como las notas generales del argumento, la lucha por la vida en un entorno hostil, con las evoluciones psicológicas, presentes en todos los personajes, de cada uno de los miembros del grupo, y que distan mucho de resultar arquetípicas, desde el tipo cargante y guasón que se lo toma todo a chufla (Bannen) hasta el individuo religioso y pusilánime (Duryea), pasando por el lunático desequilibrado (ma-gis-tral Borgnine) o el caradura que se escaquea de los deberes que implica su uniforme (Fraser), con mención especial al alemán cuadriculado, soberbio y antipático (Kruger), que sin embargo, gracias a su profesión de diseñador aeronáutico (aunque este aspecto guarde luego la mejor sorpresa del film, un giro de guión de extraordinario mérito y con un efecto magnífico en el desarrollo del guión) se convierte en la gran esperanza del grupo superviviente.La película, cuyos exigentes requerimientos técnicos son desplegados por Aldrich con total solvencia y efectividad, combina por tanto aventura (la esperanza de rescate, la expedición en busca de ayuda, la aparición de una pequeña caravana de camellos en la distancia) con suspense (hasta qué punto las relaciones de los personajes, especialmente de quienes no hacen piña, pueden acabar con la vida de todos, la propia evolución de la construcción del nuevo avión, la presencia de los bandidos al otro lado de la duna, la misión de paz del capitán Harris y el doctor Renaud, los odios y tensiones entre distintos miembros del grupo…), pero destaca primordialmente por una soberbia construcción de personajes admirablemente interpretados por un reparto extraordinario, que muestran cada matiz, cada cambio, con un dramatismo (por ejemplo, el desencuentro entre Towns y Moran, Stewart y Attenborough, compañeros de toda la vida cuya amistad es más puesta a prueba que nunca por la amarga situación) y una fuerza (el personaje de Krüger, simpático al principio, antipático en el desarrollo hasta el punto del endiosamiento) realmente estimables.
Una película indispensable para mostrar la importancia de los puentes de entendimiento entre diferentes, en la artificiosidad de conceptos como la raza, la nación o la frontera cuando hay un proyecto unificador común, ligado, como no puede ser de otra manera, a los fines básicos de la vida, la supervivencia, la recuperación y el retorno al hogar, y que es además una lección de dos horas y veinte minutos de lo que significa rodar cine de acción con personajes contundentes, con un guión milimétrico, diseñado hasta el último detalle en una única dirección, sin dispersiones, gratuidades ni excesos de sentimentalismo, y sin necesidad de efectismos, piruetas, pirotecnias visuales ni espejismos -hablando de desierto- por computador (aunque la recreación, por ejemplo, del sueño febril con Farida -Barrie Chase-, resulte cutre visto hoy). Insistimos, una cinta apasionante, absorbente, absolutamente imprescindible para amantes del cine de acción con empleo sobresaliente del suspense y colosal estudio de personajes.
Al hilo de esto, mejor olvidarse del penoso remake de 2004 protagonizado por Dennis Quaid. ¿Para qué pasarlo a medias si se puede escoger algo bueno por el mismo precio?