Tierra de invierno es como ese camino que se abre paso a través de las entrañas del páramo, agrietado y duro por la omnipresencia de una escarcha milenaria e infinita que, cual plaga bíblica, no despega su maldición del suelo. En esa tierra dura es donde se rompen los terrones a golpe de maza mientras el zurrón y la bota de vino esperan su turno, justo cuando el cigarro apagado se caiga de los labios amarillentos por el humo del día a día que, como una hoguera sin leña, surca los límites del horizonte. Ahí es donde esta tierra de invierno se detendrá mientras que observa el castillo que domina la única loma; una fortaleza que nadie habita y a la que nadie quiere conquistar, porque el destino de esta nueva ruta de pasos perdidos es otro. En el silencio del páramo aún nos quedará tiempo para regresar a ese bosque que nos llevará hasta nuestra verdadera casa. Justo a ese lugar donde los leños se estremecen por el calor de un fuego milenario e infinito y en el que esperamos reencontrarnos con quien fuimos a buscar: «Y cuando vuelvo, yo/ solo veo un único paisaje. Me acuerdo de mi madre».
Ángel Silvelo Gabriel.