Dirigió una mirada a la calle que accedía a la misma, con la vana esperanza de que apareciese su amigo Hernando de Soto. Si él hubiese estado allí, no habría consentido tal afrenta. Y aunque antes de marchar le prometió que haría lo posible por volver pronto, sabía que no podría cumplir su palabra.
Durante su confinamiento, de Soto le visitaba con frecuencia, creándose una gran amistad entre ambos. Por ello, y con el fin de separarle de él, Pizarro le encomendó liderar la expedición a Huamachuco y entrevistarse con Rumiñahui, con el objetivo de averiguar si éste tenía intenciones de dirigir su ejército hacia Cajamarca para liberar al inca.
Le parecía mentira que hubieran pasado ya nueve meses desde que emprendiera su viaje a Cuzco para su coronación. Tras unos años de contienda fratricida, se disponía a ocupar el trono de su padre, Huayna Cápac, el inca que había unificado bajo su mando las tierras de Cuzco y Quito en una gran nación.
Cuando su padre se trasladó a Quito para enfrentarse en la frontera norte de su imperio contra los caranquis y los cayambis, le acompañaron su hermano Ninan Cuyuchi y él, en tanto que Huáscar quedaba al frente del gobierno de Cuzco. Ninan era el mayor de todos, y el más valiente y diestro, así que no dudaba en que sería el favorito de su padre para sucederle.
Y así habría ocurrido, de no haber mediado aquella espantosa enfermedad, tan letal y contagiosa, cuya aparición coincidió con la llegada de los invasores, y que acabó con el soberano y su sucesor, así como con gran parte de la población.
Los adivinos pronosticaban tiempos oscuros, y ante las adversidades que se venían produciendo, se habían incrementado los sacrificios de jovencitas y niños en Machu Picchu, pero los dioses no parecían satisfechos con sus ofrendas. Tal vez estuviesen airados porque veían que, tras la muerte de su padre, Huáscar y él se habían enfrascado en una guerra civil por el dominio del imperio, malgastando unas fuerzas que deberían de haber guardado para luchar contra aquel poderoso adversario.
Él vivía muy feliz en Quito, y no albergaba ningún interés en postularse como nuevo rey, así que no le importó que Huáscar fuese nombrado Sapa Inca. Se conformaba con el título de Incap Rantin, o gobernador de los territorios del norte, manteniendo su sumisión y la de su ejército a su hermanastro Huáscar.
A pesar de que contaba con el favor de los mejores estrategas y de gran parte de los pueblos sometidos, ansiosos por vengarse de las matanzas cometidas por los cuzqueños, la guerra no acababa de decantarse por uno u otro bando.
En uno de los combates fue apresado por las huestes enemigas y encarcelado en un oscuro y frío tambo. Nunca olvidaría la ayuda que le prestó la hermosa Quella, a la que tomó por concubina más adelante, para huir de la prisión, librándose de una muerte segura, aunque en la escaramuza perdió su oreja izquierda.
Finalmente consiguió derrotar y capturar a su hermano. Antes de encerrarle en la fortaleza de Jauja, Calcuchímac y Quisquis le condujeron hasta Cuzco para que presenciase la ejecución de los miembros de su familia y de las panacas que le habían apoyado.
A menudo pensaba que la euforia que se desató en aquellos momentos fue el motivo de que bajasen la guardia y pecaran de soberbia y de falta de prudencia ante la aparición en su país de aquel pequeño grupo de unos 180 hombres, blancos y barbudos.
Ahora estaba pagando con creces su arrogancia, pues, en castigo, el dios del rayo le había enviado junto con los conquistadores a un hechicero todavía más perverso.
Contemplando a los soldados que le rodeaban, y tras haber convivido con ellos durante casi un año, le parecían gente normal, con sus defectos y virtudes, aunque comprendía la admiración y sorpresa que causaban a quienes les veían por primera vez.
Todavía recordaba cuando, tomando los baños termales en Pultumarca, con la intención de reponerse de las batallas y de afrontar con plena salud la ceremonia de entronización en Cuzco, se presentaron varios súbditos a contarle que habían visto desembarcar al mismísimo dios Viracocha en la playa de Tumbes, cumpliéndose así la leyenda de que un día el 'Maestro del Mundo' regresaría desde la tierra del sol poniente, vestido de oro y plata, con su barba cana y sus ojos verdes.
Él desconfiaba de tal condición, pero reconoció su presencia como un signo de buen presagio. Sentía un fuerte deseo por establecer contacto con ellos, así que permitió que se aproximaran a Cajamarca sin oponer resistencia su avance, pese a que podría haberles enviado su ejército de veinte mil soldados acampados en Pultumarca y haberles aniquilado de inmediato.
Al fin, llegó al campamento una delegación de cuarenta jinetes blancos, comandados por Hernando de Soto y Hernando Pizarro, a invitarle a un encuentro con su jefe. Le costó bastante aparentar indiferencia ante su aspecto, especialmente cuando se acercaron a él encaramados en aquellos elegantes caballos y vociferando maleducadamente para exigir que saliera de su palacete y les atendiese.
La expectación generada se vino abajo desde el instante en que hicieron uso de la palabra, por boca de aquel inmundo traductor indígena. Afirmaban venir de parte de un emperador de unas tierras remotas, más allá de las grandes aguas, al cual le solicitaban que se sometiese.
Fue en aquella misma plaza, en la que ahora se hallaban, donde conoció a Francisco Pizarro. Sus espías le habían indicado que era una incursión aislada, de pocos contingentes, así que no era necesario tomar ninguna precaución, pues la probabilidad de una emboscada era mínima. Su abrumadora superioridad bastaría para que los españoles se rindieran, y además imaginaba que, al igual que ellos, tendrían prohibido combatir de noche, máxime cuando le habían informado de que los caballos eran inoperantes después del crepúsculo.
Subestimando el riesgo que corría, y desoyendo los consejos de Rumiñahui, que intentó explicarle los peligros del armamento del que disponían los extranjeros, dejó al ejército fuera de la muralla de la ciudad, y entró en ella por la puerta de levante.
Se adentró en la explanada subido en su litera, escoltado por un séquito de más de seis mil hombres, todos desarmados, ya que se trataba de una reunión de cortesía. La plaza mayor de Cajamarca estaba vacía, y solo al fondo se encontraba una escueta representación de los visitantes. Conjeturaba que el resto estarían escondidos en los edificios que cerraban aquella gran plaza triangular, temblando de miedo.
El sacerdote le requirió que abrazase el cristianismo como religión verdadera, y que se sometiera a la autoridad del soberano Carlos I de España, a lo cual no pudo por menos que responder con desprecio, reafirmándose en su condición de primero entre los reyes del mundo, como Inca de Tahuantinsuyu que era, y manifestando que no estaba en su ánimo sustituir en sus oraciones a su padre el dios Sol, que daba la vida a personas, animales y plantas, por aquella singular divinidad, que había sido crucificada por sus propios seguidores.
Su actitud pareció enfurecer a sus anfitriones y, de repente, sonó un tremendo estruendo. Los arcabuceros de Pedro de Candía, apostados en una torre, empezaron a disparar indiscriminadamente sus armas de fuego, asi como dos pequeños cañones. Desde otro torreón, un reducido escuadrón de ballesteros comenzó a lanzas flechas. Entre tanto, la caballería entró en escena, acometiendo a los desconcertados indígenas, incapaces de reaccionar, sembrando el pánico entre la comitiva, mientras unos pocos soldados enemigos defendían a golpe de espada la única y estrecha salida de la plaza.
Le confinaron en un pabellón cómodo y espacioso que daba a la plaza, en el que habitaba con sus tres esposas, y desde el que podía seguir despachando los asuntos de su administración e impartiendo audiencias con los curacas del imperio.
A lo largo de los meses en que estuvo apresado, fue conociendo a todos sus captores, si bien lo que realmente le apenaba era no haber aprendido su lengua con la suficiente fluidez como para prescindir de intermediarios a la hora de comunicarse con ellos.
Ahora los tenía a todos frente a él. Le habían atado a un tronco, y a sus pies habían colocado una pila de leños. Cuando uno de los soldados se le acercó con una tea encendida, y ante la inminencia de perecer abrasado, aceptó la conmuta de la pena por la del garrote vil.
Sus amautas le habían indicado que si moría en la hoguera, y su cuerpo acababa siendo pasto de las llamas, su espíritu no podría retornar al sol. Así que confió una vez más en el trato que le habían ofrecido al respecto, a pesar de que aquellos individuos habían incumplido todas y cada una de sus promesas anteriores, y accedió a abjurar de su idolatría, como decían los españoles, y a abrazar la religión católica.
Pizarro, el apu o capitán de la expedición, no le aguantó la mirada. Desde que le conoció, se había mostrado amable con él. Ambos sentían curiosidad por el mundo del otro, y les resultaba muy gratificante comer y conversar juntos, siempre a través de un intérprete.
Francisco, al regresar a España tras su primer viaje de reconocimiento al Perú, había convencido a su hermanos Gonzalo, Juan y Hernando, para que abandonasen su ciudad natal, Trujillo, y se uniesen en su empresa.
Pedro estaba junto a Francisco, y aunque le constaba que al principio no sentía ninguna simpatía por él, sabía que en el proceso había abogado en su favor. También Hernando le habría defendido, de haber estado allí, pues era una excelente persona, mucho más educado e inteligente que su hermano Francisco, sobre el que tenía cierta influencia.
Por eso Francisco y su socio Diego de Almagro se aprestaron a separarlo de su lado, decidiendo que se encargaría de transportar a la metrópoli la parte del tesoro que le correspondía al monarca, lo que denominaban 'quinto real'. Se apenó bastante al enterarse de su marcha, y cuando Hernando, uno de sus escasos valedores, propuso llevarle con él ante la corte y Francisco no lo permitió, supo que su suerte estaba echada.
Igualmente podía ver a Felipillo de Tumbes, aquel indígena huancavilca que actuaba de traductor, y que sabía a ciencia cierta que no transmitía de forma correcta sus palabras ni las de los españoles. De entrada creyó que era por ignorancia, luego pensó que le movía la mala fe, hasta que un día comprendió los motivos de su vil proceder, cuando vio cómo rondaba a su pivihuarmi o esposa principal, Cuxirimay Ocllo, una preciosa joven a la que el viejo Francisco tampoco quitaba el ojo de encima.
El resto de mujeres habían sido expulsadas de la plaza, pues, conforme a la costumbre de su pueblo, demandaban a gritos ser ajusticiadas al mismo tiempo que su señor. Realmente le sorprendía que una de las causas por las que se le había condenado fuese por tener varias consortes.
A ese delito, que los cristianos denominaban poligamia, habían añadido otros como los de sedición, impiedad, incesto, conspiración contra la corona, traición, y una larga serie de vocablos que no comprendía. Lo que sí entendía era que, si en un primer momento su encierro había significado un elemento valioso para controlar a la población, sus carceleros percibían que en la actualidad constituía una carga de la que cabía deshacerse cuanto antes.
En el juicio sumario le formularon un montón de preguntas sobre su familia, su acceso al poder, sus guerras con Huáscar y la localización del resto de tesoros del reino. Por las caras del jurado, sospechaba que sus respuestas, así como las declaraciones de los testigos, eran amañadas y modificadas por Felipillo. Francisco se apercibió de la treta, y obligó al intérprete a que desistiera de contar patrañas.
Atahualpa presintió desde el comienzo que a los españoles lo que verdaderamente les atraía de su imperio eran sus metales preciosos, a los cuales les conferían un valor que no acababa de descifrar. Por ello, un día le ofreció un pacto a Pizarro. A cambio de su libertad, él llenaría de piezas de oro la estancia donde se encontraban, y otras dos veces más de plata, en el plazo de dos meses. Francisco aceptó el trato, y lo plasmaron en uno de aquellos papeles que congelaban las palabras.
Una vez reunido el oro, sus guardianes lo fundieron y se lo repartieron. Él inmediatamente reclamó su liberación, pero Francisco quebrantó el pacto, quizás con el fin de obtener un mayor rescate por él. Pero su pueblo ya no estaba dispuesto a pagar más por su inca. Al fin y al cabo, estimaban que su vida no variaría en exceso con el remplazo de los gobernantes.
Además, siempre quedaba la posibilidad de que el emperador Carlos fuese más magnánimo que sus captores, y restituyese a Atahualpa en su puesto como vasallo suyo, por lo que debían darse prisa en ejecutarle.
Así que Francisco Pizarro, aun a sabiendas de que solamente el emperador tenía jurisdicción para juzgar a un rey vencido, se sintió presionado por las circunstancias y firmó su sentencia de muerte, abandonando la sala del tribunal con lágrimas en los ojos.
Cerró los párpados, y pensó en sus mujeres y su prole, cuya destino había confiado al cuidado de Pizarro. Tenía la certeza de que, en esta ocasión, sí cumpliría con su palabra dada. Cuando los abrió de nuevo, vio cómo Mama Quilla, la luna, se acercaba a recoger en su seno al hijo de su marido Inti, el dios Sol, para llevarlo al Hanan Pacha o reino celestial.