A pesar de que siempre es mejor hacer que decir, no podemos en este mundo dominado por el dios mercado, desdeñar la utilidad que puede tener decir algunas cosas en determinados sitios y en determinado momento. Es más que probable que ello nos acarree algún que otro enemigo y algún que otro silencio, pero al hacerlo, quizás también consigamos que alguien se cuestione la artificiosa e interesada realidad que el poder nos impone y pueda, podamos, recuperar al menos en parte un pedacito de la sensibilidad que este, con todas sus falsas verdades, nos arrebata a diario. Asumamos el riesgo.
Del mismo modo que existe la tele basura y la comida basura, existe el arte —por llamarlo de alguna forma— basura. Un arte que por definición carece de calidad y que comparte con sus homólogos televisivos y culinarios, además de este rasgo, un objetivo, que no es otro que el de hacer dinero. La mayor cantidad de dinero posible, en el menor tiempo posible y a costa de lo que sea y de quien sea. Este tipo de arte es fácilmente reconocible, porque nada más verlo salta a la vista que no es arte, que es simple y llanamente una basura. Una vergüenza, un cachondeo o en el mejor de los casos, una más o menos simpática ocurrencia digna, no de un museo o una sala de exposiciones, sino de un parque temático o de atracciones.
No hace falta que venga ningún erudito —que vendrá— a decirnos, unas veces sutilmente y otras sin ambages, lo ignorantes y poco cultivados que somos, y a hacernos una encendida defensa de la obra, ocurrencia o esperpento en cuestión y de su autor, apelando a su fama, prestigio, premios, cotizaciones, colecciones o museos que orgullosamente —sin pudor alguno, diría yo— exhiben muestras de su "talento". Y no hace falta porque dicha obra nos dice todo lo que tiene que decirnos —que no es mucho— ella solita, a bocajarro y sin necesidad de ayuda. De todas formas, no ha de sorprendernos —y de hecho creo que no lo hace— la actitud y argumentos del mentado erudito o de todos aquellos que de una u otra forma protegen, fomentan o se benefician de este bochornoso y escandaloso negocio. Son parte del engranaje. Y el espectáculo debe continuar. Este arte, al que además de basura podemos llamar oficial por la desmesura del apoyo que recibe de las instituciones y por la abrumadora presencia que tiene en los museos de arte moderno —otra pista para reconocerlo—, no solo aquí, sino también en otros países, es precisamente el que aleja a la gente del arte. Y sin embargo... a la gente le gusta el arte, a la gente nos sigue gustando el arte.
Poco podemos esperar pues de los "expertos", los políticos o las instituciones en materia de arte —ya lo recordaba Gauguin a finales del siglo XIX refiriéndose al arte oficial: "Lo que el Estado estimula, languidece; lo que protege, muere". De todas formas no está todo perdido y aunque sería de agradecer que pusieran algo de su parte en fomentar el arte, apoyar a los artistas y acercar el trabajo de estos a la gente —los medios de comunicación que asuman la parte de responsabilidad que les corresponda en el asunto— , no han sido ni son, para su vergüenza, necesarios para que el arte se desarrolle, se difunda y se disfrute. Y hoy en día, en la era de internet, menos aún.
Hay tantos artistas —pintores, escultores, músicos, poetas...— haciendo una obra digna y de calidad, que descubrirlos y poder disfrutar de sus trabajos, no es más que una cuestión de voluntad. No es necesario que alguien nos diga lo que está o no está de moda, lo que tenemos que ver, escuchar o comprar, lo que tenemos que sentir o de lo que debemos disfrutar. Aunque algunos no se lo crean, estamos perfectamente capacitados para rechazar las mediocres tomaduras de pelo que inundan las salas de exposiciones, los museos, nuestras plazas y nuestras calles. Del mismo modo, somos capaces de apreciar, sin tutela de autoridad alguna, la belleza que transmite una obra de arte cuando realmente lo es. Y es así, porque el arte no necesita intermediarios de ninguna clase, porque entre nosotros y la obra solo existen ideas, sensaciones, sentimientos y emociones. Podrán decirnos —y lo harán— que esto es lo más vanguardista, que es la mejor inversión y que aquello otro es anacrónico y no merece nuestra atención. Pero a pesar del empeño y los medios que emplean para hacernos creer lo contrario, el arte y los amantes del arte, no entienden de épocas ni de cotizaciones, y no podrán evitar, por mucho que lo intenten, que nos sigamos emocionando con los cuadros de Van Gogh o la música de Beethoven.
Poco pueden hacer sus criterios, sus camelos, sus negocios y sus basuras, cuando se enfrentan a la pasión que desprende una autentica obra de arte. © Chevira Septiembre 2015