Tienen dos vinos, siempre de garnacha tinta, El Terroir y La Dama, pero saben muy bien qué les da cada parcela y qué pueden aportar sus uvas a cada vino: el Clos, con cepas de 97 años, de suelo arcillo-calcáreo y arcilla en su profundidad, aporta raíces y magia. Horvás, con un marco de plantación más estrecho (1,5 x 1,5), es la estructura, el esqueleto de sus vinos, con arcillas profundas que huelen a intensidad. Bolaita, la más estrecha y, aunque algo baja, la más tardía porque está muy expuesta al cierzo, gélido, está en una cuenca y sus arenas calizas aportan una garnacha fina y delicada. Los Altos y sobre todo, La Cabezuela (¡una buena excursión para llegar a ella!), de más de 80 años, ofrecen una producción mínima a cambio de la fragancia más pura: unas gotas de perfume de garnacha y de flor de violeta. El elixir que complementa y embellece al resto. Enrique y Elisa muestran un compromiso total con sus tierras. No puedo decir que sean ecológicos o biodinámicos o seguidores de Fukuoka. Puedo afirmar que hacen de todo, mezclan conceptos y aplican técnicas en función de lo que sus cepas necesitan en cada momento, con la idea de que a la planta hay que dejarla lo más tranquila posible. Suelen arar una vez al año (están ahora en el debate de si mulo sí o sí: llegará, eso está claro, falta saber cuándo) y no usan ni un herbicida ni un pesticida. Enrique entiende a la tierra y sabe qué hacer con ella. Pasear por el campo con él es abrir el libro de la botánica oculta (a los ojos de un profano como yo, claro…) y poder leer allí donde parece que no hay nada escrito. Su herramienta principal está en las infusiones, tés les llama, de plantas naturales: algunas de las que se usan en biodinámica, sí (la milenrama, que oxigena las cepas y es un gran fungicida natural; o la cola de caballo, que sintetiza los oligoelementos que aporta la luz por la gran cantidad de sílice natural que lleva), pero también tés de espliego, que suaviza el estrés hídrico (aquí no hay riego, amigo…); o de salvia, que es buen fungicida también y ayuda a luchar contra el estrés a la planta…
2008 fue su primera añada, muy “académica”: salió todo lo que habían estudiado y aplicado en sus experiencias profesionales previas. 2009 es el año en que se sueltan, las maderas (de 225, 300, 500 y 600L) ya son de segundo vino y empiezan a entender que no todo son fórmulas. También hay improvisación y reacción porque cada añada tiene lo suyo. Esta 2009 me tiene enamorado: la lluvia de agosto cambió la fruta, la convirtió en una añada azul, fresca, con aromas de tinta china azul, de mirto, de húmeda arcilla. Todo ello en nariz, porque en boca, es una añada que cruje: piensa en las frutas rojas rugosas (la mora, la frambuesa), póntelas en la boca y mastica. Si la fruta está entera, no sobremadurada, cruje y suelta todo su poder aromático, fragancias y sabor en ese crujido mórbido. Eso es El Terroir 2009, con un paso ligero en boca. La Dama 2009 es más voluptuosa, con volúmenes y curvas (Elisa las dibuja muy bien en el aire), raso amable, ciruela madura, más cálida y seductora. Esas fueron las botellas que bebimos, pero lo que probé de las barricas y depósitos, de 2011 y 2012, me sigue hablando de poderes aromáticos brutales, de arenas y arcilla mojadas, de más frutas rojas, de tomillo y raíces.
Elisa y Enrique viven y sienten el mundo de la viña y del vino como un proceso artesanal y catártico. Porque lo sienten, no tienen que hacer un gran esfuerzo en transmitirlo. Les sale de dentro, por cada poro de su piel, de sus miradas, de los gestos de sus manos. Y cuando sabes que has encontrado todo eso en una botella (como a mí me pasó con El Terroir 2009), te sientes feliz. Como si tras una larga travesía, hubieras llegado, por fin, al refugio deseado.