Si llamamos prostitución a conseguir dinero, fama o estatus social a través de la belleza, ¿por qué no llamamos también prostitución a conseguir afecto, ternura, una auténtica relación de pareja, es decir amor, a través de la belleza?
Nos hemos puesto de acuerdo para condenar el trueque consciente y premeditado de belleza a cambio de dinero o de otro tipo de beneficio económico y llamarlo prostitución.
El hombre es un ser social que depende de los demás y está obligado, por tanto, a intercambiar sus dones y talentos, tanto en las relaciones más sencillas (tú me das pan, yo te doy leche) como en las más intrincadas, complejas y contradictorias, como son las amorosas.
El hombre y la mujer son seres sociales
Todo es un mercado en el que ofrecemos lo que tenemos y lo que nos hace deseables como hombres, amigos, aliados o miembros de un grupo. El trueque es el verdadero principio que regula la sociedad.
En sociedad, todos vendemos nuestro pellejo, tanto en un sentido figurado como literal.
Por el contrario, nos parece perfectamente lógico vender a una empresa nuestra fuerza productiva (a cambio de un sueldo). ¿Lógico? Hasta comienzos del siglo XX, esta clase de intercambio tuvo siempre un cierto aire de inmoralidad. Es una tradición que se remonta a la antigua Grecia, donde se creía que el trabajo remunerado era indigno del hombre libre.
Energía y talento al servicio de la empresa
(Aristóteles: “El trabajo y la virtud son incompatibles”). Durante toda la Edad Media, el trabajo (y la riqueza) estuvieron mal vistos, ya que el verdadero objetivo de la vida terrena consistía en prepararse para la otra vida.
En cambio, el protestantismo ennobleció el trabajo que pasó a ser “grato a los ojos de Dios”. Lutero acabó con el ocio medieval y puso orden en tanto desbarajuste: “El ocio va contra la voluntad de Dios, que ha ordenado que trabajemos”.
Lutero
En la aristocracia, el desprecio hacia el trabajo remunerado se mantuvo hasta comienzos del siglo XX. El trabajo remunerado era considerado, como entre los griegos, como una forma de prostitución a la que, en todo caso, podían dedicar su tiempo las clases inferiores.
Pasatiempo "aristocrático"
Para el hombre de cierto rango, el único trabajo posible era ejercer un cargo público, que desempeñaba preferentemente en la administración pública o en el cuerpo de oficiales -naturalmente, nunca a cambio de dinero, sino por honor, es decir, a cambio de unos honorarios que consistían en un mantenimiento vitalicio de toda la familia conforme a su posición social-. (En última instancia, la profesión de funcionario se remonta a esta tradición griega).
Hoy en día, aceptar dinero a cambio de un trabajo no sólo está libre de toda sospecha de bajeza moral, sino que se ha convertido en un imperativo moral. No es quien trabaja quien debe justificarse, sino quien no tiene trabajo.
Trabajar para vivir o vivir para trabajar (trabajo remunerado)
No sabemos si la relación de trueque belleza a cambio de dinero tendrá un destino parecido al del trabajo asalariado. Al fin y al cabo, hubo épocas en las que las concubinas y las cortesanas gozaron de una reputación comparable a las actuales damas de sociedad.
En todo caso, merece la pena recordar la perspectiva griega. El hombre que está siempre a disposición de su empresa y que invierte toda su fuerza, inteligencia y creatividad en ella es el héroe de nuestro tiempo.
Vivir para y por la empresa
Es indiferente que el resultado de ese trabajo sea superficial o perjudicial, pues el trabajo tiene un valor moral en sí mismo. No obstante, una mujer que decide vender su cuerpo ya nos parece de antemano inmoral.
Prostituta
Aunque a ella ni siquiera se le exige que ame a su cliente, a diferencia de los empleados de cualquier empresa, que deben identificarse con ella, asumir su identidad corporativa, entregarle cuerpo y alma y, además, ser eficientes por puro amor a la empresa.
Para los griegos, sería un caso evidente de prostitución organizada por una banda criminal.
fuente: La ciencia de la belleza (Ulrich Renz)