En este pueblo, ya se sabe, se trata a los animales con pocos miramientos. Las bestias son parte de la casa, pero no de la familia. La vaca duerme en la cuadra, el perro en el corral y el gato donde Dios quiere. Desde hace años, a las ovejas se les ha asignado dormitorio común en la gran nave de la granja, más arriba de la iglesia, pasando el pilón que el ayuntamiento, vaya usted a saber con qué informes, decidió transformar en fuente ornamental. Quedan lejos los años en que en cada casa dormían un hatajo mediano de ovejas y otro más pequeño de cabras. En aquella época, los pastores recorrían el pueblo por la mañana, reuniendo el ganado para formar dos rebaños con muy distinto gobierno. Para guiar las churras hacen falta paciencia y cabeza. Para las chivas, piernas.
A la caída de la tarde, los dos rebaños, cada uno a su tiempo, volvían al pueblo y, en un ritual que fascinaba a los visitantes, cada oveja y cada cabra enfilaba la puerta de su casa sin que nadie se lo mandara. El ganado joven tardaba unos días en aprender, así que los propietarios que tenían un animal recién parido permanecían atentos para evitar que el lechal de despistase. Más de uno tenía que darse la carrera detrás del condenado cabrito: “¡¿Ónde vas chíiiiiiiiiiivo?!
Cuando la edad empezó a mermar las fuerzas de los campesinos locales, hubo que traer pastores de fuera, y muchos vinieron de Portugal. Luego la gente comenzó a cobrar las pensiones y a deshacerse del ganado, y así desaparecieron las cabras. El de las ovejas sigue siendo un negocio próspero del que ahora se beneficia un único propietario. Ya no hay que ir de casa en casa reuniendo el rebaño. Tampoco hay peligro de que los corderos se confundan de puerta.
Un buen rato después de que el ganado se recoja, aparecen los mastines. Vuelven del monte luciendo los espolones con paso indolente, con la calma de quien sabe que ha cumplido su obligación un día más. En este pueblo siempre se ha temido a las alimañas tanto como se ha confiado en el mastín, pero a lo largo del tiempo el cuerpo de guardia de los rebaños ha sufrido sus altibajos. Ha habido mastines grandes y mastines medianos, de manto liso y moteado, laboriosos y zánganos, tímidos y confiados, sanos y aquejados de misteriosas enfermedades que los impulsan a alejarse del pueblo para morir en secreto entre las urces. Lo que nunca ha habido es un mastín cobarde.
A través de las generaciones permanece el recuerdo del mastín de Emilio, una hembra poderosa que se distinguía del resto de la jauría por una mancha blanca que le rodeaba el cuello y que le hizo merecer el nombre de Corbata. Una noche de invierno, después de recoger el ganado, Emilio y su esposa Ángela esperaron con paciencia a que el animal regresara del monte. Cuando la noche se cerró, trancaron la puerta, se fueron a la cama y apagaron el candil. Fue Ángela quien oyó ruido cerca ya de la madrugada, un gemido prolongado que se mezclaba con insistentes arañazos en la puerta. La mujer bajó a ver qué sucedía y al abrir el portalón se encontró a la mastina. El animal miró a su ama, barrió el aire con la cola y dejó a sus pies algo que llevaba en la boca. Sin esperar una caricia, entró al corral. “Anda para dentro, calamidad”, le riñó la mujer, antes de agacharse para recoger la oreja de lobo que Corbata le acababa de entregar como la prueba de una misión cumplida.