En este pueblo (XXV)

Por Anxo @anxocarracedo

Con la venia del señor Paramio.

En este pueblo no hace falta que venga ningún iluminado a explicar qué es eso del trabajo en equipo. Aquí puede haber rencillas entre los vecinos, puede haber cuentas pendientes y hasta odios ancestrales, pueden incluso sonar palabras gruesas en las partidas de tute pero, cuando el interés es común, se guardan las diferencias y todo el mundo arrima el hombro. Así se hacía frente al fuego hasta hace no tanto. Las cañas de pino era toda la tecnología antiincendios de que se disponía pero, en cuanto sonaba la campana de la iglesia, ya estaban movilizados los hombres y alguna que otra mujer bien dispuesta.

Los viejos hablan de muchas tareas en común que se resolvían en buena armonía. Eso sí, una vez que terminaba el trabajo, cada pardal a su espiga. Cuentan que antes de la guerra, cuando se hizo la obra de la traída del agua y hubo que llevar materiales de construcción por el camino del calvario arriba, se convocó junta vecinal para repartir quehaceres. Se debatió sobre lo divino y lo humano, pero en cuanto a los medios de transporte no hubo discusión: el carro, el de Juan Manuel —que unía al título de alcalde el de rico del pueblo— y la pareja, la del ti Migas —que no era tan rico pero se defendía.

Nadie recuerda un tiro más dispar y al mismo tiempo más efectivo que aquel. Gallardo, berrendo de planta imponente, dócil y de mirada acuosa, se sometía con paciencia al arco derecho del yugo, que caía en picado hacia el cuello de la Redonda, colorada y raquítica, terca y rabiosa como ella sola. Se decía que era machorra y el hecho es que nunca dio un ternero, pero tirar tiraba del carro que se mataba. El gigantesco buey se las veía y se las deseaba para igualar el reprís de aquel demonio cuando los baches del camino hacían más dura la pendiente. La vaca agachaba la cabeza hasta tocar el suelo con el bozal, haciendo que el yugo se inclinara todavía más y que todos, salvo el Migas, temieran el desastre. Al final, por grande que fuera el hoyo y por pesada que fuera la carga, el carro salía.

Y eso no es nada. Porque la Historia demuestra que aquí, cuando se presenta una de esas ocasiones que se pintan calvas, la gente sabe dejar en cuarentena hasta la más enraizada de las inquinas, la que vincula a este pueblo con el pueblo de abajo. Desde tiempo inmemorial, ambas localidades han cultivado una relación de montescos y capuletos. Según algunos —y a falta de desmentido por parte de la Academia de la Etnografía la hipótesis ha de darse por buena— los matrimonios mixtos fueron tabú hasta anteayer. Cosa de bobos porque, si hemos de ser objetivos, son muchas más las cosas que los unen que las que los separan. A lo largo de las décadas, los dos pueblos han compartido la carretera y el río, el ayuntamiento y el cuartel de la Guardia Civil —hasta que se lo llevaron—, las escuelas y el dispensario médico, el tanatorio y los fondos europeos, que aquí levantaron un museo del chocolate y allá otro de la resina. Algo de eso se debió de poner sobre la  mesa aquel verano que, por las fiestas, una comisión paritaria decidió organizar un partido de fútbol entre mozos de ambos pueblos. La idea era confraternizar, pero por haches o por bes la cosa acabó a sopapos y al año siguiente cada uno se atuvo al inocuo solteros contra casados. ¡Allá cuidaos!

Pero sí, hubo un momento en que este pueblo y el de abajo fueron capaces de encontrar una causa común que aventó chovinismos y pamplinas. Sucedió en la segunda década del siglo pasado, cuando la condesa propietaria del monte decidió sin encomendarse a Dios ni al Diablo venderlo a la compañía resinera. La gente supo ver que aquella extensión de cuatro mil hectáreas dedicada principalmente al pino rodeno, con cuya savia se elaboraban cada año cien toneladas de esencia de trementina y más de mil barriles de colofonia, y de la que además salía leña para calentar las casas y pasto para el ganado, era su vida, el presente y el futuro de los pueblos. Lo vieron claro y pelearon juntos en los juzgados. Les costó años de porfía, pero finalmente lograron hacer valer el derecho de retracto y obtuvieron la propiedad del pinar. Trescientos vecinos de ambas localidades se hipotecaron para reunir el millón de pesetas de la época que costó la broma. Cuando todo terminó se organizó una fiesta de aquí te espero, con calles engalanadas, merienda y vítores para don Gaspar, el abogado que hizo el milagro. De todo esto queda poca memoria en este pueblo y si alguna ha de conservarse será gracias a uno del pueblo de abajo que, sin que nadie se lo haya mandado, se ha puesto a escribir la Historia de estos lugares.