En este pueblo (XXVI)

Por Anxo @anxocarracedo

En este pueblo, la gente que ha querido progresar se ha liado la manta a la cabeza y se ha marchado por el camino que lleva al pueblo de abajo. Al pueblo de abajo y, ya puestos, a la capital de la comarca, a la de la provincia, a la capital de la nación y al mundo en general. Carretera abajo, en el autobús de línea, se iban los quintos, y algunos venían luego sabiendo leer y contando que habían visto el mar en La Coruña. Por ella se marcharon también los que se fueron a Vigo, a embarcarse para América, y luego los que quisieron buscar fortuna en Francia, en Alemania o donde Dios les dio a entender. Por ella se fueron los pocos que pudieron ir a estudiar a Madrid, como Ángel y Lorenzo, compinches eternos, que se llevaban siempre un garrafón de vino y amagaban con tirarlo por la ventana del tren cuando les pedían cuentas los del fielato. Por el camino del pueblo de abajo se fueron tantos y tantos que, seducidos por el señuelo de la prosperidad, acabaron en las fábricas de la España industrializada. “Todos siguen marchando para Eibar y Bilbao, no sé que pasará”, le contaba Ángela a su hijo en una carta, allá por el año cincuenta y pico.

Teresa fue una de las de Eibar. Trabajó en la Singer y ahora que está jubilada se viene al pueblo a pasar los meses de agosto. Este año, como la piscina no ha funcionado, se ha pasado las tardes en el río, primero con un montón de mujeres y de rapaces y luego sola, disfrutando del frescor del agua y llamando por el móvil al hijo, para ver cómo siguen las cosas por allá. Parece razonable que la mujer añore la playa, pero lo cierto es que echa de menos hasta las apreturas del tren especial que lleva a los bañistas a Zarauz. Ella misma lo reconoce con una sintaxis guipuzcoana tan perfecta que no deja lugar a dudas: los que se van nunca vuelven.

Si el camino que lleva al pueblo de abajo es el camino de las luces, el que conduce al pueblo de arriba es el camino de las sombras. Por él siempre ha llegado lo telúrico, lo dionisíaco, lo amenazador, lo fascinante… Del pueblo de arriba bajaban la música de los gaiteros gallegos, las cuadrillas de segadores que venían de Orense y Francisco el chamarilero, con aquellos enormes barriles de escabeche que traía a lomos de mulas. Cuando terminaba de servir los pedidos a las mujeres, se limpiaba las manos en la cola del macho, liaba un pitillo y se ponía a remendar ollas y cacharros, explicando a quien quisiera escucharle y fuera capaz de entender su jerigonza cómo era la escarpada tierra de la que procedía. En los últimos años cuarenta, por ese mismo camino bajaba también, ahogado por la sordina del miedo, el llanto de pólvora de los huidos. Se cuenta, y el que lo cuenta no habla por hablar, que del mismísimo pueblo de arriba era natural el sargento de la Guardia Civil que se hizo famoso por dirigir la sangrienta caza del Girón, el maquis más célebre de estos contornos.

Del pueblo de arriba bajaba también una forma de hablar diferente, que no era la de los gallegos aunque algo se parecía, y a cuenta de la cual los más vivos de aquí hacían chistes no siempre de buen gusto. Muchos de esos bromistas se sorprenden ahora de que aquellas palabras que para ellos siempre fueron castellano mal hablado hayan aparecido impresas en la señalización bilingüe que la diputación provincial ha puesto en la carretera.

Lo cierto es que hoy son ya pocas las cosas que bajan por ese camino. El butano, algún camión procedente de las lejanas canteras de pizarra y pare usted de contar. Si acaso, de vez en cuando, alguna familia que vuelve de darse un baño en el mejor pozo de la comarca, un recodo a la sombra de robles y alisos donde las aguas se remansan entre grandes piedras pulidas que tienen el color del oro y que sirven de cobijo a los lagartos y de trampolín a los rapaces. Los años de bienes, ni siquiera los adultos hacen pie.

La última vez que del pueblo de arriba vino algo que mereció la pena contar fue aquel mes de mayo que un grupo de turistas mal informado y peor equipado quiso practicar rafting en las bravas aguas del deshielo. Bajaron entre los gritos y amenazas de los pescadores y así, mal que bien, lograron superar algunos rápidos. Hasta que, un poco más abajo del pozo de las piedras doradas, en una zona de aguas someras, la embarcación neumática se rajó con los hierros que se utilizan para construir las represas que en verano desvían caudal a los canales de riego. Fue el sálvese quien pueda. Arrepentido por el desastre, convencido de que su imprudencia no había de pasar inadvertida a la autoridad, el capitán del navío no tuvo dudas cuando divisó en la orilla dos figuras vestidas de verde de pies a cabeza. Levantó las manos, bajó la mirada y se resignó a su suerte.

—Está bien, está bien. Ya vamos.

Pero, para su fortuna, los hombres de verde no eran agentes del Seprona. Eran pescadores biehumorados que además de perdonarles por las truchas asustadas los bajaron a buscar el coche a este pueblo, adonde la incauta cuadrilla había soñado llegar, por primera vez en la Historia —prescindiendo del camino de abajo y del camino de arriba—, por vía fluvial.