Encontrar la paz interior

Publicado el 17 mayo 2012 por Sesiondiscontinua
L.A. Crash (2004) es una crónica sobre el racismo y la violencia cotidianos en una sociedad desquiciada como la estadounidense. Además, es un filme cuidadosa y eficazmente diseñado para provocar reacciones en el espectador sin perder de vista la verosimilitud y el realismo. Presenta una serie de historias interconectadas cuyo denominador común es el prejuicio racial y una ira contenida que aflora en el momento más inesperado. L.A. Crash de Paul Haggis es una obra maestra atemporal desde un punto de vista sociológico y narrativo, cumpliendo con creces el criterio más ortodoxo que existe para distinguir a los clásicos cinematográficos: contener una idea del mundo y otra sobre el cine.
La película incluye varios clímax dramáticos, siendo el más conocido el de la escena de la niña (no daré más detalles), pero yo me quedo con una escena previa, que es la voy a comentar ahora: el rescate de la mujer negra en el coche accidentado por el policía que interpreta Matt Dillon. Por su intensidad humana, perfección técnica y acumulación de significados, yo la comparo con la matanza de la escalera de Odessa de El acorazado Potemkin (1925), probablemente el instante fílmico más citado de la historia del cine.
La escena comienza con una patrulla de la policía de Los Angeles que se topa con un atasco en la autopista provocado por un accidente de automóvil y un conato de incendio a consecuencia del choque. La conductora que ha quedado atrapada en el interior del vehículo es Christine (Thandie Newton), una mujer negra --joven, bella y con estudios superiores-- a la que minutos antes hemos visto discutir fuertemente con su marido. Comprendemos que el accidente se ha debido probablemente a su estado de nervios. Por otro lado, el policía que acude al rescate es el oficial John Ryan (interpretado por Matt Dillon, probablemente en el mejor papel de su carrera), el mismo cafre fascista que la noche anterior la magreó descaradamente mientras fingía cachearla innecesariamente por el simple placer de provocar a su marido y abusar de su autoridad; y todo por una reacción irrelevante y personal: a su padre los del seguro le acaban de denegar una operación de vejiga y él cree que es porque los negros y los emigrantes privan a estadounidenses como él de un derecho que le corresponde por razón de nacimiento.

Así que Ryan se dirige al vehículo accidentado, como está harto de hacer en su trabajo, pero Haggis, desde el minuto uno, manipula con total eficacia la escena: mientras Ryan sortea a curiosos y vehículos el sonido ambiente se atenúa hasta quedar reducido a un rumor hueco y lejano, mientras la increíble banda sonora de Mark Isham --fragmento Flames-- centra la atención y estimula la experiencia sonora del espectador, que se prepara instintivamente para asistir a un momento crucial y seguramente traumático. Por eso el sonido ambiente no cuenta. Un primer acierto de orden técnico.
En segundo lugar, la escena es un microrrelato con su propia estructura interna: Ryan debe sacar a la mujer del vehículo antes de que las llamas del coche contra el que ha colisionado les alcancen; pero Christine reconoce al policía que la sobó injustamente la noche anteriore y se pone aún más histérica de lo que está, negándose a que la toque, ni siquiera para sacarla de allí. Ryan, en cambio, se comporta de forma impecable, siguiendo el protocolo oficial al pie de la letra (le pide permiso para tocarla y poder cortar el cinturón de seguridad) y sin intención de ser el racista de mierda de la noche anterior.
La tensión por el rescate es suficiente para disfrutar de la escena desde el punto de vista de lo que muestra, pero insertada en la película ofrece una amplia gama de matices y significados casi humanos de tan contradictorios que son. Christine acaba de discutir con su marido porque la noche anterior, mientras ella era sobada por Ryan, no hizo nada, y le reprocha su actitud temerosa, su carácter apocado. Ahora, en esta situación, precisamente su orgullo y su inflexibilidad la pueden llevar a la muerte. Dillon, por su parte, es el personaje más negativo de la película hasta el momento, y sin embargo, sin transición, sin que nada haya indicado que está arrepentido, se juega la vida por salvar a aquella mujer. Una mujer de una etnia que desprecia, pero que, en esa situación, es un simple ser humano que necesita ayuda, y ese es su trabajo.
Tras la negociación, Christine consiente en ser tocada para ser rescatada, pero cuando está a punto de sacarla el fuego alcanza el vehículo; y aquí entra de nuevo la impecable manipulación técnica: Ryan es sacado sin contemplaciones para evitar que le alcancen las llamas, la mujer queda dentro. El sonido ambiente queda atenuado por segunda vez, para concentrar toda la carga dramática en las imágenes; y además el movimiento está como acelerado, como si se tratara de la narración de un recuerdo, no de algo que realmente está sucediendo. El espectador comprende que Christine --la mujer ultrajada y humillada-- va a morir y que Ryan --el racista hijo de puta-- se va a salvar. Se trata de un gran falso clímax (no será el único de la película), otra vuelta de tuerca en la manipulación dramática que exhibe todo el filme de Haggis, porque Ryan se arrastra de nuevo al interior y la saca en el último segundo.
Es entonces, cuando todo ha pasado, como si a ambos les hubieran retirado de los ojos el velo de la ira, y lo que descubren al otro lado es la gratitud, la solidaridad, una casi olvidada paz interior. Christine comprende que no puede acusar así a su marido porque el mundo exige demasiados cambios de bando y de opinión y, es posible, llegado el caso, que tu verdugo sea la persona que acabe salvándote la vida. Convivir con algo así es devastador, pero se da cuenta de que sigue viva, y eso compensa casi cualquier contradicción. Ryan, en cambio, deja de ver a esa mujer como un estorbo para la salud de su padre y comprende que es una víctima indefensa que se abraza a él por gratitud, sin importarle lo que hizo la noche anterior. Ryan ha salvado la vida a una persona --necesitaba salvar una vida, la de cualquier persona-- para compensar su impotencia ante el declive físico de su padre, contra el que no puede hacer nada.
Esta escena, que se disfuta una y otra vez con una intensidad sin apenas pérdida, demuestra la enorme capacidad de la imagen --a pesar de sus limitaciones abstractoras-- para expresar ideas y sentimientos complejos; o la destreza técnica que permite exhibir a un cineasta bien capacitado, casi con el mismo nivel de detalle que la palabra escrita; o la alegría ante la posibilidad, nuevamente confirmada, de que es posible conmover hasta lo más hondo mediante la narración cinematográfica. Pero sobre todo, como dice Isabel Coixet, capaz de provocar un cambio a mejor en este mundo.