Encuentros fortuitos: Al caer la noche (Nightfall, Jacques Tourneur, 1956)

Publicado el 16 septiembre 2024 por 39escalones

Dos encuentros casuales articulan la acción de este breve (no llega a ochenta minutos) pero gozoso film noir de serie B de Jacques Tourneur. El segundo de ellos, que se nos muestra antes, es el que reúne en un restaurante a James Vanning (Aldo Ray), hombre hierático y solitario, con Marie Gardner (Anne Bancroft), una modelo a la que una amiga ha dado plantón para la cena, y que, habiendo perdido u olvidado su monedero, pide a Vanning unos pocos dólares para abonar su copa. Tras ocupar el lugar destinado a la amiga, Vanning sintoniza con Marie: ella es modelo, y él precisamente es dibujante; un hipotético proyecto común es el lazo que se tiende para unirlos en el futuro. El primer encuentro, revelado con posterioridad en varios fragmentos retrospectivos, explica el carácter reservado y un tanto huidizo de Vanning, un oscuro suceso acontecido en Wyoming que le hace mantenerse receloso y vigilante, y que tiene que ver con los dos tipos (Brian Keith y Ruby Bond), que Marie toma por policías, que los asaltan a la salida del restaurante y se llevan a Vanning en un coche. Este hecho, que no tiene nada de fortuito, se corresponde a su vez con otro igualmente provocado, antes de que Vanning, aburrido, desorientado, sin saber qué hacer, entrara al restaurante: Ben Fraser (James Gregory), un hombre que dice dedicarse a la investigación, se ha acercado a él, le ha pedido fuego para su cigarrillo y ha entablado con él una breve conversación banal. Es mediante un juego paralelo de secuencias, la de los dos esbirros con Vanning, al que amenazan con torturar y asesinar, y la de Fraser con su esposa (Jocelyn Brando), que es como la consejera y confidente a la que comenta sus dudas y dificultades en el caso que investiga. Gracias a ambas secuencias empezamos a entender qué ocurre: Fraser lleva siguiendo a Vanning desde tiempo atrás, escrutando todos y cada unos de sus movimientos, tomando nota de sus hábitos, registrando sus sucesivos alojamientos, estudiando sus relaciones, en busca del dinero de un robo del que se le acusa; por otro lado, los dos tipos, John y Red, se comportan como los dueños del dinero que Vanning, en teoría, ha robado; dinero, a juzgar por su rudeza y sus métodos, que parece provenir de un origen tan turbio como ellos. La clave del enigma está, sin embargo, en ese hecho sucedido en Wyoming no demasiado tiempo atrás, cuando Vanning pasaba allí el tiempo pescando con un amigo, el doctor Gurston (Frank Albertson).

De este modo, una historia que contada al modo lineal tradicional resultaría monótona y previsible, halla en su fragmentado y retorcido modo de exponerse el interés y la incertidumbre de un suspense de urdimbre hitchcockiana que gira en torno a los esfuerzos de un hombre inocente por demostrar que no tiene nada que ver con el robo y el asesinato por los que se le persigue. Dos encuentros casuales y dos deliberados conforman así una estructura que va de la luz a la oscuridad para retornar a aquella en el clímax final, en el que todos los personajes confluyen alrededor de un maletín que oculta trescientos cincuenta mil dólares. Además del guion de Stirling Silliphant, basado en una novela de David Goodis, que consigue paliar su falta de originalidad y cierta morosidad en la construcción de la trama con ingenio constructivo, la película destaca por el tratamiento de la iluminación y la fotografía en blanco y negro de Burnett Guffey. Desde la primera secuencia, con la tarde cayendo entre los edificios de la ciudad y los letreros de neón sustituyendo poco a poco la luz natural, dando empaque estético a las concurridas calles de última hora de la tarde y primera de la noche, cuando la gente y el tráfico inunda las avenidas, camino de los teatros, los restaurantes y los bares de copas; le siguen los interiores, tratados con verosimilitud y encanto en el caso del restaurante, y con el oportuno clima de amenaza y zozobra cuando Marie y Vanning están en el coqueto apartamento de ella, un hogar plácido y decorado con gusto que, sin embargo, se convierte en espacio de peligro y violencia inminente envuelto en claroscuros y contrastes saturados. Estos últimos alcanzan su máxima expresión en el tramo final, cuando la acción se traslada a las nevadas montañas de Wyoming, donde ha empezado el deshielo primaveral, y a la cabaña oscura situada en el centro de un prado blanco. La cinta, al igual que el personaje de Vanning y la relación de este con Marie, transcurre continuamente entre luces y sombras, espacios y secuencias en los que predomina el negro o el blanco, donde raramente conviven armónicamente.

Algunos diálogos chispeantes o sumidos en una sórdida poética («Bonito apartamento; procuraré no mancharlo de sangre»; «Tengo miedo. No sabes lo que es vivir con la espalda contra la pared, Marie. Por dentro cambias. Realmente cambias»; “No te puedes imaginar cuántas veces he estado aquí viendo como oscurece. Sé dónde aparece cada sombra”) aderezan unas interpretaciones que, en general, no destacan, a excepción de Bancroft, siempre perfecta, incluso en roles limitados como este, por más que en alguna ocasión pueda introducir una cuña de ironía o sarcasmo (como curiosidad, cuando acude al pase de modelos quien dirige y presenta el desfile Jean Luis, diseñadora de vestuario de Columbia Pictures, distribuidora de la película), y de Brian Keith, que por entonces frecuentaba con solvencia, aunque sin alardes, los papeles de villano con dobleces en noirs y westerns. El verdadero aliciente del filme, no obstante, radica en su estructura fragmentada y salpicada de instantes retrospectivos que insuflan interés a una narración que de cualquier otro modo resultaría anodina, y en el talento de Tourneur para imprimir brío narrativo y crear atmósferas adecuadas en cada secuencia, unificando el sentido de la acción con el estado de ánimo de los personajes y trabajando tanto con los elementos que aparecen en el plano como, marca de la casa, con lo que se sugiere y se teme, y queda fuera de él. Es este ejercicio de construcción lo que da volumen y hace crecer una historia de planteamiento simple, algo acelerada y difícil de creer en cuanto a su su súbita historia de amor y necesariamente entregada en su conclusión a las exigencias del Código de Producción, lo que conduce a una resolución menos elaborada y algo más burda, lejos de la minuciosidad y el cuidado que la película ha mostrado hasta ese instante, pero que, en su desenlace, alcanza esa mixtura de violencia y lirismo propia del cine de Tourneur: una máquina devoradora de nieve, un grito desgarrado en mitad del páramo y un pequeño maletín negro abandonado en una inmensa llanura blanca.