Como la vida misma (2011) es el segundo largometraje en diez años de Greg Berlanti --no confundir con el filme del mismo título de Peter Hedges con Dianne Wiest y Juliette Binoche-- y contiene algo de ese batiburrillo del párrafo anterior, además de unos pocos diálogos ocurrentes (especialmente al principio) y un par de gags que prometen, aunque sin estar del todo pulidos como para considerar el resultado tan cómico como romántico. El resto no es que sea previsible, es que es inverosímil, igual que los personajes.
Y ahora un poco de contexto de visionado: acompañé a mi hija, mi sobrina y mi hermana (lo sé: debí haberme anticipado a todos los signos que lo advertían), y nos metimos en una sala a rebosar en la que --lo aseguro-- sólo éramos tres hombres. Aun así, hice mías las recomendaciones de Darwin y me adapté al entorno para sobrevivir: comienza la sesión y lo paso bien, me rio con ganas en algunos momentos... Pero llega la escena en que los protagonistas jóvenes y guapos --que se han llevado como el perro y el gato hasta ese momento-- se enrollan y el público estalla en una alegre y espontánea ovación... que se repite al final de la película. Comprendo que el abismo que se abre entre las expectativas de ese público adolescente y la realidad se ensancha a cada título como este. El problema no es la existencia del género en sí, ni siquiera la sobreabundancia de títulos de calidad más que mediocre. El problema es que el mito del romance heterosexual rico y guapo es suficiente para convocar a un público entregado de antemano que cree que se trata de algo más que ficción, de algo a su alcance. El problema es que la comedia romántica, dada su ubicuidad actual, amenaza con subrogarse un papel socializador en el tema de las relaciones, dejando en segundo plano el entretenimiento. El enredo amoroso ya no es tal, ahora es una fábula sobre la necesidad de mantener la coherencia ante las adversidades, aferrarse a los valores tradicionales y, sobre todo, sobre todo, sobre todo, no traicionar nunca a las amigas. Mantenerse en estos principios prácticamente asegura que el muchacho de tus sueños vendrá a por ti: el que te gustaba en el instituto, el tío bueno de la oficina (da igual lo borde que sea) o cualquier hombre capaz de reunir en un mismo cuerpo la perfecta combinación de inteligencia, belleza, humor y sensibilidad. El imaginario femenino no tiene nada que envidiar al masculino en cuanto a irrealidad.
Es curioso cómo un género tan limitado argumental y estilísticamente exhibe semejante variedad de historias tendente al infinito. El mérito, desde luego, es de los guionistas. De las espectadoras, ¿qué se puede decir? ¿Admirar su inagotable capacidad para creer en los finales felices? ¿Confiar en que, llegado el momento, sabrán distinguir entre realidad y ficción? Manuel Rivas escribió que la ficción sirve para crear más realidad, quizá la nueva Generación XXY (la etiqueta me la acabo de inventar) prefiera reinvertirla en mitos que alimenten la travesía de la soledad.