Ensayo sobre la modernidad: Playtime, de Jacques Tati

Publicado el 31 mayo 2010 por 39escalones

Si pensáramos en una síntesis de las comedias de Charles Chaplin y Buster Keaton por un lado, y de Metropolis de Fritz Lang, por otro, el resultado bien pudiera ser Playtime, posiblemente la mejor comedia de Jacques Tati, aunque en su día la poca repercusión entre el público, unida a una inversión desmesurada, tuvieran al cómico francés sin dirigir una década mientras echaba cuentas y pagaba lo que debía. Manteniendo en esencia la estética y el proceder de su recordado monsieur Hulot, Tati vuelve a hacer de puente entre el cine mudo y el sonoro, entre la comedia de gag visual y una estética modernista bastante avanzada para, en este caso, 1967. En este caso, además de ofrecer un auténtico recital de situaciones cómicas basadas en la tecnología, la película se construye como una ofrenda sensorial al espectador, y se llena de incentivos y reclamos visuales y sonoros.

En este caso además, la cinta de Tati no carece de moraleja: un grupo de viajeras norteamericanas llega a París como parte de un circuito que les ha llevado, entre otros lugares, a Roma o Hamburgo. Pero las respetables damas se quedan perplejas al comprobar que la ciudad de París, desde su aeropuerto, es exactamente idéntica a las que han visitado antes, tanto en el trazado de las calles como en la ubicación de los impersonales edificios de cristal, acero y hormigón que las rodean, y sin que puedan echarse a la cara ninguna de las postales típicas de la ciudad que esperaban encontrar. El frío escenario, construido de manera artesanal como un monumento (bien pudiera ser de carácter megalómano) a la comicidad de Tati, casi exclusivamente concebido en líneas rectas y en materiales de colores pobres, tristes, asépticos, sirve para vehículo metafórico de la idea de fondo: la inexistencia de diferencias entre las naciones y la artificialidad de fronteras y distinciones interesadas construidas dogmáticamente durante años. En esa tesitura, el ser humano resulta igualmente frío, y se muestra dubitativo, impersonal, áspero en sus relaciones con sus congéneres, mientras que -en divertidos números para los que Tati utiliza todo el catálogo de chismes tecnológicos propios del momento como burla al progreso de las máquinas- televisores, coches, cajas registradoras o aspiradoras son instrumentos hostiles que nos complican la vida, que juegan en contra.

Las escenas de humor son numerosas y van desde la simple sonrisa a la carcajada, si bien también las hay que provocan indiferencia por su reiteración (el sentido del humor francés no es lo más exportable de ese país), destacando sobre todo la larga escena que transcurre en el restaurante, más de media hora larga repleta de detalles difíciles de captar en su totalidad con un solo visionado. La mayor virtud de la película reside principalmente, no en la comicidad, sino en la capacidad de Tati para crear un ecosistema nuevo, una urbe impersonal, gris, de atmósfera casi de quirófano, con importantes logros visuales (la cinta está rodada en 70 mm., y no en 35 mm.) y un dominio total del espacio, del encuadre y de la puesta en escena. Sólo unos pequeños detalles sirven para dar color a ese mundo plano y gélido que retrata el humorista francés: la vendedora de flores, una de las pocas notas de color en la ciudad, y el propio personaje de monsieur Hulot, el Hulot de siempre que, con su gabardina, su sombrero y su paraguas, se resiste a dejarse vencer por el mundo de máquinas, botones y pantallas que lo rodean e insiste en relacionarse con sus semejantes sobre la base de los antiguos valores y principios que regían en un mundo que ya no existe, en un planeta que había perdido la inocencia.

Profundamente pasada de moda en cuanto a su concepción cómica, los atractivos visuales no fueron suficientes para convencer al público de las bondades de un filme demasiado largo (más de dos horas y media) sin apenas más sonidos que conversaciones escuchadas de forma entrecortada y lejana y todo el catálogo de ruidos que, producto de la modernidad, campan a sus anchas por una sociedad en que las luces y los sonidos de alerta han sustituido a las risas, las charlas, las canciones.

Paradójicamente, la propia asepsia que Tati intentaba criticar lo tuvo en el dique seco diez largos años: sus perfectos decorados estudiados y construidos desde los cimientos hasta el lejano techo, meticulosamente cuidados hasta el más mínimo detalle y que ocupaban una enorme extensión de hectáreas, con sus propias carreteras, su instalación eléctrica real para calles y edificios, e incluso los ascensores de los grandes bloques de oficinas creados para la ocasión, fueron la venganza sorda del mundo que él mismo pretendía criticar. Tras Playtime, Tati no tuvo más remedio que poner el pause.