I.
El control económico, si bien es el objetivo fundamental de la agenda, necesita una situación de partida que ha sido largamente elaborada. Esta es la reconfiguración del hombre a medida de sus gestores, de forma que siendo víctima y cobaya, no alcanza a reconocerse como tal. El nuevo hombre, se vanagloria de formularse medida de todo emulando antiguos modelos, pero no se da cuenta de que es tan ridícula su envergadura, que mancilla aquello en lo que pone su vista. Pudo el hombre crear a Dios como una escalera para elevarse a si mismo, pudo el hombre antiguo incluso matarlo a voluntad, sin embargo el hombre moderno simplemente lo niega, como el niño que cierra los ojos para eludir sus fobias. Es la propia compresión de si mismo lo que define al hombre y lo distingue del simio.
Heidegger formulaba al hombre como aquel que se comporta respecto del otro y de la cosa, así como de si mismo, habiendo tenido la experiencia previa de comprender su ser. Comportarse respecto del otro exige el entendimiento, fijar los acuerdos y desacuerdos con respecto a algo concreto. Pero si esto puede ser un medio o una consecuencia, no lo es la clase más elevada de entendimiento, que es el acuerdo sobre unos principios rectores que vertebren una sociedad, comunidad o nación. Esta es la base del hombre histórico, el cual asumía su diversidad, pero compartiendo una visión esencial del mundo y de si mismo. Es el entendimiento esencial.
Fruto de ese entendimiento nació la ley y después la igualdad para con ella. La agenda del Súcubo rompió ese entendimiento e introdujo, entre otros, el virus del igualitarismo o corrupción de la igualdad ante la ley y extendió la “igualdad” a ámbitos como la economía, arte, política, donde la excelencia ha sido una constante en la evolución humana. Los líderes naturales dieron paso a los esbirros. Los valores vertebradores perecieron diluidos en la madeja de la demagogia.
II.
Según Schmitt, existe un antagonismo fundamental entre democracia y liberalismo. Este último procura la “despolitización” y “neutralización” de la existencia; la democracia, por el contrario, y llevada por su propia dinámica de masas, conduce a la ampliación de la agenda pública hasta incluir el conjunto de los asuntos de la vida en sociedad, convirtiéndolo todo en potencialmente “político”. La democracia propende a la homogeneidad y unidad de la sociedad; el liberalismo propende a la individualización y privatización de ciudadanos e intereses. El liberalismo se ocupa de los límites del poder; la democracia se ocupa del origen del poder, y lo coloca en la voluntad popular. Esa voluntad es suprema y ningún mecanismo específico puede ser tenido como el único capaz de expresarla. El sistema parlamentario de “representantes del pueblo”, quienes presuntamente proceden a través de una discusión “racional”, transforman los conflictos en meras opiniones, y la lucha en mera discusión, es, argumenta Schmitt, un sistema vacío y meramente formal, ajeno a las realidades de la democracia de masas moderna:
“Si por razones prácticas y técnicas los representantes del pueblo pueden decidir en lugar del pueblo, entonces también puede hacerlo un único individuo en quien el pueblo deposita su confianza, y a quien concede su representatividad y poder soberano de decisión…Sin dejar de ser democrático, el argumento puede igualmente justificar un “Cesarismo antiparlamentario”. De esto deducimos que “la dictadura no es contraria a la democracia”.
“Aún durante un período transicional, dominado por el dictador, una identidad democrática puede todavía persistir y la voluntad popular continuar siendo su criterio exclusivo…Comparada a una democracia directa, no sólo en sentido técnico sino vital, el parlamento es un instrumento artificial, de origen liberal, en tanto que los métodos dictatoriales y cesaristas pueden no sólo generar la aclamación popular sino ser de hecho la expresión directa de la sustancia y el poder democráticos”.
Ereb