Entre un simbolismo arcaico y un naturalismo estético, brillaría una vez el mejor esteticismo simbólico del Arte.

Por Artepoesia
 
El Renacimiento llevaría al Arte a una esquizofrenia artística que, aparte de obtener las más grandiosas obras maestras, serviría para definir la estética artística en diversas formas de entenderla y representarla. Verdaderamente, en el Renacimiento empieza el sentido más simbólico del Arte. No se trataba sólo de Belleza sino de transmitir mensajes visuales que impactaran con el contenido más que con la forma. Las palabras eran lo que más se había utilizado durante la Edad Media, ellas habían sido todo en la manera de comunicar cosas, sentimientos, caracteres, maneras, pensamientos o vileza. Ahora, cuando la imagen representada alumbrara una perspectiva diferente para transmitir cosas, el Renacimiento de algunos pintores llevaron la comunicación al extremo de configurar la forma con un definitorio simbolismo estético. El pintor andaluz de origen alemán Alejo Fernández no comprendió de otra forma el Arte entonces más que como un útil simbolismo estético, a veces, sin embargo, sin ninguna belleza...  Para su obra La Flagelación del año 1505 no dejará de mostrarnos elementos de comunicación pictórica con mensajes acusados de rasgos psicológicos y sociales más que de indistinta belleza clásica. Para ese simbolismo arcaico no existiría nada que primase sobre cualquier otra cosa. Ahora, Cristo es solo uno más, es un personaje más del encuadre más diverso de una escena donde nadie destacará por encima de nadie. Es este otro simbolismo de flagelación que aquí aunará sufrimiento a vulgaridad: Cristo es ahí insignificante casi, no tiene ningún rasgo estético que le destaque ahora sobre el resto claramente. Hasta su desnudez es extrema en esta obra. Los sayones, los hombres que flagelan, son temibles, son grotescos, son realmente horribles. Su fealdad estética solo es comparable a su maldición menos heroica... Hasta uno de ellos se permitirá tirarle de los cabellos a Cristo impúdicamente. El simbolismo de la obra renacentista va más allá de la violenta escena tenebrosa. En el extremo inferior derecho de la pintura, un mendigo ciego pide ante los fariseos del templo con un cuenco donde ahora hay un manuscrito oculto. Representa su simbolismo la ceguera judía ante la barbarie tan injusta que se está cometiendo. Preside el flagelo Poncio Pilato, que viste aquí ropajes de la época del pintor y sostiene inseguro la vara de su poder. Está él solo y su actitud dubitativa no llevará más que a su propia indolencia. Más arriba está un público que observa ahora alejado e indiferente. El lugar de toda la escena muestra otro simbolismo necesario: son los restos ruinosos de un mundo perdido ante lo que está sucediendo.
Con los años el Arte dejaría el simbolismo a un lado para favorecer la belleza sobre cualquier otra cosa. Los mensajes no eran ya lo importante. Ya se sabría lo que antes se pretendía comunicar con o sin belleza. Ahora, cuando el Arte tendría su sentido en transmitir belleza aun mostrando la representación que fuese, los símbolos estéticos no podrían pervertir el único mensaje necesario e insalvable: la belleza más estética. Para cuando un pintor academicista francés, el estilo más realista y bello de finales del siglo XIX, deseara representar el motivo pictórico-religioso más violento de belleza, compondría la escena más natural y perfecta de formas que un sentido iconográfico como ese pudiera tener. Las formas eran las que eran en la vida real, no habría ninguna necesidad de expresar ningún simbolismo añadido: el mundo conocía la leyenda y la historia no tendría ya secretos ni cosas ocultas ni de interés para nadie. El deslumbramiento estético era la sola belleza y la solución de la verdad pasaba por recrear justo la forma más natural de una representación cierta. ¿Qué simbolismo era preciso ya cuando las formas habían llegado a satisfacer la verdad más incierta? En la misma representación estética natural de la escena violenta radicaba la fuerza del mensaje, de la nula sofisticación ahora del mensaje, algo que, para entonces, finales del siglo XIX, no estaba ya en el horizonte estético de la humanidad. Las formas ahora eran ya todas de belleza, las de los buenos y las de los malos... ¿Qué había pasado con la definición precisa de las cosas? ¿Es que ahora la belleza no participaba ya de la verdad? ¿Es que ya no tomaba partido ésta por las cosas? La imagen se habría completado ya en todas sus formas estéticas. La belleza no servía ya para establecer ahora maneras éticas o formas de pensar o de entender el mundo y sus miserias. No, ahora la realidad solo era traducida a la belleza máxima en cuanto representación de las formas y con la mayor naturalidad estética ajena ésta además a cualquier sesgo no ya de virtud, sino de defecto o de gloria, fuese ésta incluso cierta o incierta en la historia... Las cosas debían saberse, o no saberse, y el mensaje no importaría ya para nada, tan solo la belleza más perfecta, la más desdeñosa a todo o la más independiente.
Pero hubo una época extraordinaria en la historia del Arte, una hace ahora cuatrocientos años justos. En el año 1620 el pintor italiano Pier Francesco Mazzucchelli compuso su obra La Flagelación de Cristo con el equilibrio más estético entre aquellos dos extremos artísticos de la historia. Los simbolismos pictóricos del Renacimiento ya dejaron de ser manifiestos por entonces, principios del Barroco. La verdad ahora era más mística que gnóstica, era algo más intelectual que intuitivo, era la verdad una cosa más sutil que expresiva... Era su estilo artístico también un naturalismo estético, como con los años llegaría el Academicismo a ser en su culminación artística, pero, entonces, a principios del siglo XVII, era más una simbiosis de verdad y de belleza que solo de estética y belleza. La verdad en el año 1620 no es que no se supiese, se sabía igual o más que antes; no es que no se necesitase tampoco acentuar su mensaje, se necesitaba también probablemente, era, sobre todo, que, para representarla, la verdad debía ir aparejada tan sólo entonces con la belleza equilibrada y original más sublime...  Ahora, por ejemplo, uno de los sayones que flagelan toma la cabeza de Cristo también con su mano, pero lo hace ahora con tal delicadeza estética que es imposible ver si se la toma para algo que no sea ya sino para ayudar a sostenérsela... Luego estará la composición, fundamental en una obra que quiera transmitir alguna cosa estética, pero ahora no con detalles ni con mensajes ni con evidencias: solo con el arrodillamiento tan estético de un Cristo en éxtasis. Ahí estará ahora el único mensaje estéticamente sutil. No es preciso divagar ahora con rasgos grotescos ni con ropajes anacrónicos ni con elementos metafóricos ni con realidades contrapuestas. El único mensaje es ahora aquí solo el  místico de belleza... Y su sentido iconográfico, ese que el Arte a veces consigue en ocasiones expresar, tiene más que ver ya con la profundidad aceptada de un sacrificio necesario que con la dureza salvaje y cruel de una humanidad tan perdida.
(Óleo sobre tabla La Flagelación, 1505, del pintor renacentista Alejo Fernández, Museo del Prado, Madrid; Pintura barroca La Flagelación de Cristo, 1620, del pintor italiano Pier Francesco Mazzucchelli, Museo del Prado, Madrid; Cuadro academicista La Flagelación de Cristo, 1880, del pintor francés William-Adolphe Bouguereau, Museo de Bellas Artes de La Rochelle, Francia.)