Épica que hace aguas: Gangs of New York

Publicado el 14 septiembre 2012 por 39escalones

Para el compa Manuel, para terminar de animarle a verla, o para hacerle desistir del todo, según.

Durante la última década, quien escribe no ha dejado de escuchar a amigos y conocidos, y a un buen puñado de personas que no son ni lo uno ni lo otro, acerca de las bondades de esta brutal película dirigida por Martin Scorsese en 2002. Reconociendo, por tanto, la posición minoritaria de un servidor, cabe afirmar no obstante que pocos argumentos, más allá del gusto personal basado no se sabe muy bien en qué, han ido a sustentar la aparentemente mayoritaria pasión del personal por una película pretenciosamente épica de la que, sin embargo, nadie ha podido negar, contradecir o rebatir los extremos y objeciones que van a formularse a continuación, y que convierten la película en el esperado desastre que, como al resto de sus compañeros de generación de los setenta (el llamado Nuevo Hollywood, que uno a uno ha ido perdiendo a todos y cada uno de sus valedores: Coppola, Penn, Friedkin, Hopper, Cimino, Spielberg, Lucas…), tenía que tocarle también a Scorsese tarde o temprano. En su caso se retrasó más de veinte años, pero cuando llegó ha sido más clamoroso y vergonzante que en ningún otro, a pesar de que la publicidad, la mercadotecnia, y la venta de su alma a los diablos que trapichean en Hollywood con los flashes y los titulares, le hayan dado algo parecido al reconocimiento “popular” con el lamentable premio recibido por Infiltrados, posiblemente la peor de las películas de la larga y compleja carrera de Marty.

De complicada gestación, prolongada a lo largo de varios lustros, el proyecto de Scorsese, basado en un libro de Herbert Asbury del mismo título publicado en 1928, fue a caer en el peor lugar posible en el momento más inconveniente, la compañía Miramax de Harvey y Bob Weinstein, que tras haber cambiado el cine dando carta de naturaleza al cine independiente con la distribución de películas como Sexo, mentiras y cintas de vídeo, Juego de lágrimas o Reservoir dogs, entre muchas otras, se había vendido a Disney y convertido en otro estudio de Hollywood productor de bazofias de enormes presupuestos y vehículo de estrellas cinematográficas de cartón que gracias a enormes cantidades de dólares y a prácticas bastante turbias conseguía premios y reconocimientos a películas tan mediocres como Shakespeare in love. La escalada de Miramax, que a medida que aumentaba el presupuesto de sus proyectos aparentemente independientes insistía en la inclusión de estrellas y en la simplificación de tramas y argumentos para asegurarse la recuperación de la inversión económica en taquilla, exactamente igual que los estudios de Hollywood tradicionales, tuvo su cúspide con Gangs of New York, que se ha convertido en paradigma de la muerte del cine independiente y del vacío del cine de estudios, hasta el punto de que basta su caso particular para explicar la decadencia de Hollywood desde principios de los noventa hasta la actualidad, y también por qué el cine comercial mayoritario es tan malo, tan infantil, tan tremendamente pobre.

Tras muchos años dando vueltas por distintos estudios, la película no terminaba de salir a flote por la creencia, básicamente acertada, de que los orígenes de una ciudad mundialmente conocida como Nueva York, reducidos a una historia de bandas de delincuentes mamporreros del siglo XIX en el marco de unos avatares políticos, los ligados a la Guerra de Secesión y de cómo se vivieron en el Norte alejado del frente de batalla, no iban a interesar a nadie fuera de los Estados Unidos, y que dentro del país iba a levantar más indiferencia, hastío o polémica artificial que otra cosa, lo cual hacía muy complicado recuperar en taquilla los altos costos, computados en centenas de millones de dólares, que la producción exigía. Sin embargo, los hermanos Weinstein, famosos por ir más allá que ningún otro estudio, especialmente cuando ningún otro se atrevía, y necesitados de mantener un amplio aparato promotor y publicitario con que alimentar cada año la gala de los Oscar (Gangs of New York fue el caballo ganador en el que invirtieron decenas de millones de dólares en publicidad, fiestas, regalos, compra indisimulada de votos, y representó el mayor fracaso financiero y publicitario de su carrera, con un fracaso absoluto en los premios), se decidieron por incluir a Scorsese en su nómina de directores, con lo que creían que por fin iban a conseguir el prestigio en la profesión que a Miramax se le negaba por sus prácticas coercitivas, poco éticas y para nada ortodoxas ni respetuosas dentro de la profesión.

El desastre fue mutuo. Las enormes necesidades de inversión (el presupuesto, incluida publicidad, rondó, o superó, los doscientos millones de dólares) precisaban, según los Weinstein, la inclusión de estrellas que arrastraran al público a la taquilla, y motivó la improcedente inclusión de Leonardo DiCaprio y Cameron Diaz junto a Daniel Day-Lewis en el reparto, todo ello antes de tener un guión perfilado y de ajustar los actores más adecuados al resultado de los personajes en el mismo. Las complicadas agendas de estas estrellas obligaron igualmente a dar comienzo al rodaje sin tener un guión, no ya acabado, sino ni siquiera totalmente pensado, ante el temor de que otros proyectos les llevaran a retirarse del rodaje, pero los Weinstein, habituados a rehacer las películas –y en desnaturalizarlas, incluso deshacerlas- en la sala de montaje, confiaban en poder arreglar cualquier fiasco gracias a las tijeras. Más allá de eso, esta catarata de problemas no encontró solución ni en el rodaje ni en la posproducción.

La trama de la película se resume pronto: Amsterdam Vallon (Leonardo DiCaprio) vuelve tras unos cuantos años al Nueva York de 1863 para vengarse de Bill Cutting “El Carnicero” (Daniel Day-Lewis), jefe de una banda de criminales que años atrás asesinó a su padre (Liam Neeson), cabecilla de un clan semejante. Amsterdam se infiltra en sus filas, se enamora de su chica (Cameron Diaz) y planea su venganza. Así de simple. Así de pobre.

Ante la falta de alicientes en la trama, Scorsese se volcó en lo puramente visual. Documentándose ampliamente, recrea a la perfección la imaginería visual ligada al Nueva York de mediados del XIX –en sus ambientes más pordioseros- y se recrea en el empleo de una violencia brutal, sangrienta, salvaje, deliberadamente exagerada para impactar al público a falta de otros elementos más cinematográficos. Esos excesivos baños de sangre vienen acompañados de una lectura simplona sobre el fenómeno de la inmigración, de los irlandeses que, según bajaban del barco, iban engrosando las filas del ejército de la Unión, o del rechazo violento por parte de los neoyorquinos respecto a aquellos que pretendían salir adelante en la ciudad. Como colofón, los disturbios provocados en la ciudad por la marcha de la guerra, secuencias de tumultos, combates, saqueos y luchas callejeros, extremadamente recortados en la sala de montaje por los Weinstein, muy mal montados, y que terminan siendo un marco de acción demasiado desvaído, deshilachado, superficial, que no llega a conectar con la historia principal de la película y que es contado, cosa demasiado habitual en Scorsese, por una cansina voz en off que no aporta absolutamente nada a lo que se ve.

Más allá del atractivo visual de la cinta, incluida la ridícula caracterización de las bandas de matones de la ciudad como si de personajes de Alicia en el país de las maravillas se tratara, poco hay que rascar. La épica está vacía, los diálogos están hinchados, cargados de solemnidad postiza, la historia es más que previsible, la película carece de símbolos relevantes, y los pocos empleados (como el nombre del héroe, Amsterdam, o el final, con la silueta del moderno skyline de la ciudad sobreimpresionado sobre las ruinas del Lower Manhattan de 1864 mientras suena la canción de U2 y se ven en primer término las tumbas de aquellos golfos) son de una simpleza impensable antes en Scorsese. La voluntad del filme de presentarse como un grandioso fresco social y político de una época viene lastrada por su reduccionismo, por su intención de ligar el origen de la moderna América, de la Nueva York capital del mundo, a una panda de mamarrachos con chistera y levitas de colores chillones, analfabetos, brutales, crueles y sanguinarios, en vez de focalizar este pensamiento a su verdadera realidad, a los inmigrantes que éstos despreciaban. Pero el mayor problema de la película es la pésima elección del reparto. Daniel Day-Lewis está absolutamente soberbio, si la película aguanta el visionado repetido es gracias a su fenomenal caracterización como “El Carnicero”. Su magnífico recital, en cambio, carece de equilibrio, de contrapunto, de un oponente a su altura. Leo DiCaprio carece de envergadura física y de talla artística para enfrentarse a él, y la película se resiente enormemente. De un nivel interpretativo muy inferior, sin que el guión, a pesar de haber tenido a varios expertos trabajando en caracterizar a los personajes y reescribir sus diálogos, sepa dotarle de una mayor dimensión personal, humana, DiCaprio hace lo que puede, que es poco, con un personaje insuficiente. Empezando por su nombre, Amsterdam, visiblemente ridículo, que Scorsese utiliza, en un ejercicio de simbolismo propio del parvulario, para ligar su trayectoria personal al de la ciudad (Nueva York, antes de pertenecer a las colonias británicas de Norteamérica, era colonia holandesa, de nombre, precisamente, Nueva Ámsterdam, cuya empalizada transitaba, precisamente, por lo que hoy es Wall Street), como si, hablando de París, el protagonista hubiera de llamarse Lutecio, o, de Zaragoza, Saldubo. El principal problema, aparte de su falta de química con Cameron Diaz, espantosa en lo interpretativo, horrible en su caracterización, de todo menos atractiva (su única función en la trama es aportar atractivo, y ni eso consigue), lo poco trabajado que está su romance, la caracterización de ella como mero florero que se diluye según avanza la trama, es que en la película el villano, Day-Lewis, resulta más atractivo que el héroe, Vallon, de manera que el punto de equilibrio se traslada al malo, el público se identifica con él, y Amsterdam queda reducido a la categoría de listillo arrogante, guaperas y bastante incompetente (como gran parte de los personajes de DiCaprio, igual que le ha pasado siempre a Tom Cruise). Como el guión no consigue elevar el personaje de Vallon, éste termina careciendo de encanto, pero también de solidez, de vida interior. En una palabra: de dimensión. “El Carnicero” es un personaje sublime; Vallon es una caricatura del actor que lo encarna.

La mayor muestra de lo que pudo ser la cinta y no fue es la secuencia en la que ambos hablan, cartas boca arriba, en la escena de la cama. Vallon se despierta tras retozar con la chica y halla a Bill a su lado, sentado en una silla. La conversación subsiguiente es lo más rico de la cinta, pero echa por tierra todo el trabajo de personajes. Allí donde debería radicar el drama, esto es, la duda, el conflicto interior de Amsterdam por tener que vengar la muerte de su padre en un hombre al que adora, por el que siente afecto, amistad, admiración, por tener que volcar sus años de rabia y frustración en el hombre que se ha convertido en su nuevo, verdadero padre, la película tira por el camino más corto, el del público contentadizo, facilón, el público que ansían los Weinstein, y la película, después de su primera hora, decae en un extenso, cansino y artificiosamente alargado y efectista culebrón de venganza en clave de western neoyorquino, y Scorsese, para disimular tanta pobreza, no tiene otro remedio que cargar las tintas en una violencia repetitiva y bestial, así como en unas largas tomas dedicadas a los disturbios de la ciudad que, por descuido, por falta de trabajo en el guión, poco o nada tienen que ver con los avatares de los personajes, y sin que la voz en off, que se dedica a retratar lo sucedido como si de un documental folclórico se tratara, sirva para explicar con profundidad, detenimiento y detalle un fenómeno histórico muy complejo en causas y consecuencias.

Este inmenso fallo en la concepción de la película estaba claro para Scorsese y Miramax, que pensaban eludirlo gracias a la presencia de estrellas en el reparto (cosa que, a la vista de las opiniones mayoritarias, han conseguido) y con una política de rumorología controlada, venta de noticias “rosas” respecto a supuestos o reales romances durante el rodaje entre los intérpretes principales y demás casquería extracinematográfica, con el fin de alargar la vida útil del filme en la carrera a los Oscar. El fracaso ante buena parte de la crítica y la tibieza con que el público recibió la cinta hizo que Miramax abandonase su idea de convertir la película en la triunfadora de 2002, volcando sus enormes recursos económicos –y de los otros, llámense chantaje, coacción o soborno- en Chicago. La película de Scorsese ha quedado como un enorme catafalco, como un ejemplo de cine monumental sin alma, de cartón piedra digital agotado en sí mismo, abortado antes de tomar forma definitiva. Gangs of New York no es Nueva York. Y lo que es peor, a la vista del resultado, Scorsese también ha olvidado lo que es su ciudad.