¡es la educación, imbéciles!

Por Jlmon



Aunque pueda parecer increíble, estamos asistiendo a la séptima reforma educativa desde que entramos en democracia aunque quizás fuera mejor decir que nos encontramos ante la séptima gran chapuza en torno a uno de nuestros grandes y endémicos problemas, todos ellos algo más que estructurales como gustan de decir los entendidos de este país. Una vez más, la atención se centra en el continente en lugar del contenido. Cuando no han sido las lenguas vernáculas o la religión que no religiones, han aparecido las educaciones para la ciudadanía en un país repleto de chorizos y maleantes sin olvidar los tintes ideológicos, la privada o la pública, los favorecidos y desfavorecidos, la célula, Chindasvinto, El Lazarillo de Tormes y la madre que lo parió. Y mientras tanto, nuestros jóvenes acuden regularmente a un purgatorio que se llama aula donde oyen que no escuchan asertos, teorías, fenómenos y otras historias que apenas comprenden y difícilmente entienden para qué pueden servir en el mundo que les rodea. Es la insoportable levedad de una educación más traída y llevada que una aceituna en una ensalada mal aliñada y peor servida.
Se discuten las horas asignadas a esto y aquello, la obligatoriedad de lo tradicionalmente obligatorio, la calidad de la mediocridad y otros cientos de minucias que contentan al político de turno, ignorante supino en la aventura de educar y aprender, al igual que sus acompañantes técnicos, individuos que no pisan un aula no universitaria desde que hicieron la comunión en el mes de las flores. Pero todo eso poco importa en un país que desprecia el Pensamiento por encima del vulgar Conocimiento. Poco importa en un país en el que la mayoría de los padres de las infortunadas víctimas ni rechistan ante el constante insulto a la potencial inteligencia y talento de sus vástagos. 
¿De qué sirve conocer sino te dejan pensar? La educación de este país enseña la verdad, pero de qué sirve si no sabe demostrar su utilidad. Aprendemos desde la incertidumbre, mejoramos desde el error aunque algunos insistan en enseñar desde la verdad incuestionable del hecho moribundo y la amenaza del fracaso sancionador. Aprender desde el problema, educarse en la oportunidad de la incertidumbre, descubrir el talento personal, crecer con el éxito del error, ser consciente de la construcción de conocimiento a través del pensamiento compartido, enseñar para aprender, aprender para enseñar, convivir con el reto, trascender a lo aprendido, interiorizar lo comprendido hasta llegar a olvidarlo como prueba de dominio, llegar a forjar valores desde la costumbre, respeto desde el respeto y muchas cosas más que jamás se han discutido en los últimos cuarenta años de intentos y reformas de las reformas del otro para siempre volver a empezar.
¿Qué importa si es el español, el catalán, el gallego o el euskera si la ceguera continua siendo igual de obtusa? ¿Qué importa si es pública o privada, concertada o marciana si continua siendo igual de absurda? ¿Qué importa si es ciudadanía, ardor patriótico o constitucional si no damos ejemplo de honestidad? ¿Qué importa si es confesional o aconfesional si no respetamos a la persona en su inteligencia? Tratamos a la educación como un deber y  una obligación, nunca como un derecho a conseguir un futuro mejor.
La educación en este país ha conseguido que muchas personas no hayan llegado a ser lo que podrían haber sido, sino lo que otros les han permitido ser. Ese es nuestro gran fracaso aunque pocos lo perciban y menos aún lo asuman. Dimos por sentado que después de cuarenta años de oscuridad, todo , absolutamente todo debía ser mejor. Pero hemos fallado en algo tan primario y esencial como el futuro de nuestros hijos. No ha sido mejor sino infinitamente peor porque tuvimos la posibilidad de elegir en libertad y nos contentamos con universalizar la estupidez.
¡Es la Educación, imbéciles!