Oigo decir eso como si vivir en esa pesadilla de ciudades grandes fuera un gran honor, una fuente de verdadero prestigio. Hace cinco meses pasé de vivir en una megalópolis a instalarme en un pequeño municipio cerca de una ciudad. En este mentalmente caótico y caliente país tropical es todo un cuento dar ese paso porque lo normal es migar a la "gran ciudad". Doscientos años después seguimos alimentando ese pensamiento de colonia que mira con respeto a la metrópoli y con absoluto desprecio a la provincia; aquí parece una especie de descenso social o despropósito lógico buscar una vida más tranquila.
No obstante, lo de la tranquilidad es relativo, pero en todo caso para mis amigos que viven cautivados por su culto a la megalópolis, les cuento algunas ventajas que dan los pueblos pequeños:
1. Todo está cerca
Aquí no hay necesidad de sacar el auto para nada, salvo para mover carga pesada, moverse en un día lluvioso, salir del pueblito o alardear con el auto. En todo caso es verdaderamente engorroso andar en auto. No tienes que ir más lejos para encontrar lo que necesitas, todo lo encuentras caminando, basta con que lleves un carrito de mercado o un bolso pequeño y listo.
2. Subsisten las tiendas de barrio
Sí, la legendaria economía de barrio, la que mantiene con vida los ingresos de mucha gente, en la que se puede negociar con el precio y en algunos casos tener cuenta para que te fíen (no es mi caso todavía). En estos pueblitos a las grandes superficies y a los hipermercados les cuesta llegar a especular; o se suben a los precios bajos y a la variedad de artículos, o no son viables.
Si tienes una tienda de barrio a tu lado, con que camines dos o tres calles encuentras lo que necesites y a un precio razonable ¿Paras qué ir más lejos?. En la meglópolis había olvidado el concepto de la "encima", es decir, el artículo extra que te dan por tus compras; en el pueblito se alegran de venderme y me dan algo más; siempre hay posibilidad de un saludo de buenos días o buenas tardes y la "encima". La tienda de barrio la atiende su propio dueño, muchas veces dentro de su misma casa; en el hipermercado me atiende una chica aburrida, encerrada en un trabajo que odia (pero que necesita) y en el que fuera de todo le pagan mal. Sin duda son dos observadores diferentes.
3. Hay menos autos
Aunque vivo en un pueblito metropolitano con acceso al metro y a varias vías principales, de todos modos hay muchos menos autos de los que padecía en la megalópolis. Inclusive tengo la opción de padecerlos o no; aquí no es obligación, tengo alternativa. También me queda la bicicleta, aunque aquí hay que torear muchos salvajes cuando ruedas por la calle, pero ese es otro problema. En la megalópolis la congestión dura de 5:00 AM a 10:00 PM más o menos, todos los días del año. En el pueblito en las horas pico nada más... exhibiendo una pequeña y poco pretenciosa fila de autos que se disuelve con facilidad.
4. Veo aves (y gente) exóticas
Aunque estamos dentro de la depredada y ambientalmente decadente área metropolitana, todavía hay aves que siguen apostándole a su supervivencia en la selva de cemento. Creo que son muy inteligentes, las admiro, se han unido al enemigo en vez de huirle o de enfrentarlo.
Desde mi balcón veo: garzas reales, cernícalos, alcaravanes, guacamayas, loros, gavilanes, gallinazos, tórtolas, chamones, entre otros. En la megalópolis solo había mirlas, cucaracheros y tórtolas. Las aves siempre las he visto como una promesa, como lo que quedará cuando ya no estemos más aquí para recuperar el desastre que dejaremos.
5. La gente tiene menos afán
Esta es quizás una de las características más notorias del pueblito: la gente anda con menos afán, o si llega aquí se le va quitando. ¿Qué tal sería que estuviéramos 100% en el campo? Sería genial observarlo, pero si esto es estando en la periferia, no cambio por nada la calma del pueblito.
6. El pueblo en sí es una artesanía
Hace poco le hacía esa reflexión a un amigo mientras caminábamos por una calle estrecha. Este pueblito no tiene ninguna planeación urbana, las casas fueron hechas por la gente con el paso de los años, como pudieron, una y otra más o menos montada sobre la estructura de la siguiente, pero todas conservan su dignidad, su intención, su esfuerzo. Nada de barrios planeados ni uniformes, nada de andenes adecuados y zonas verdes; esto fue una lucha a muerte con el espacio para ganar con cualquier centímetro.
Este pueblito fue la derrota de la topografía; las calles no son rectas, tienen formas irregulares, en unos puntos son más anchas y en otros más angostas. No se sabe si es chocante o pintoresco, pero en todo caso es lo que le da identidad al pueblito.
7. Dan ganas de irse a un pueblo más pequeño
La megalópolis seca el alma. Allá nadie quiere ir a ver a nadie, todo el mundo te saca el cuerpo, todos estás furiosos y cansados. Ir a cualquier parte es tan lejos, tan pesado y tan costoso, que nadie se ve con nadie, salvo en sufridos y lejanos encuentros cada tres meses. De resto no te ves con nadie. En la megalópolis ya la gente ha perdido la confianza en que algo bueno pueda pasar, en cambio en el pueblito, como todo está por hacerse, todavía queda un resquicio de optimismo.
No obstante, como en todo hay problemas, cosas qué arreglar, cosas que podrían estar mejor, nadie podría decir lo contrario, pero de que va siendo mejor estar aquí en la coherencia minimalista, sí que lo es.
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