Esclavitud en razonables términos

Por Peterpank @castguer

Para la inmensa mayoría la esclavitud en términos razonables es infinitamente mejor que la incertidumbre de la libertad. Pero sin necesidad de grandes recorridos diacrónicos, constata cómo las sociedades del siglo XX y XXI, las que teóricamente han contado con más recursos materiales e intelectuales y por tanto una supuesta mayor capacidad de ser dueños de su destino, comprueba si han resultado en más ciudadanos que súbditos, o viceversa.

Esclavitud es toda relación de dependencia y sometimiento a una voluntad ajena bajo la asunción de que nos beneficiará su cumplimiento y nos perjudicará su contradicción. Por lo tanto se trata de un contrato, aunque suele aplicarse el concepto sólo a los que imponen clausulas “abusivas” sobre la integridad física. Como cualquier contrato implica sometimiento a voluntad ajena, quedando como discutible la conveniencia de sus términos para cada parte. Las relaciones sociales, todas, son contratos, servidumbres en condiciones más o menos razonables. Y no hace falta que la muerte sea cláusula para considerar esclavizante un contrato, porque a fin de cuentas se puede morir, y matar, de infinitas maneras. Así que no creo que haya contradicción en los términos.

Mientras no desmitifiquemos ciertos conceptos, como libertad o democracia, seguiremos cayendo en el mismo juego de quienes nos manipulan utilizándolos como disfraces de otras cosas, a modo de espejitos que compran voluntades. Mientras no tengamos presente la naturaleza puramente contractual de la verdadera democracia y la servidumbre voluntaria que implica toda libertad real, jamás seremos verdaderamente libres, porque su grandeza nace de sus propias limitaciones. Mientras no seamos conscientes de nuestros propios límites, tampoco seremos capaces de cumplir y hacer cumplir en sus justos términos cualquier transacción con el poder, dando pie al engaño y el fraude permanente. Como somos naturalmente mitómanos, porque el simbolismo lingüístico lo es y nuestro pensamiento sufre de esa inercia natural, deberíamos empezar por ganar en el propio lenguaje las primeras batallas decisivas.

La libertad como estado cuántico infinitamente realizable es el mito a deconstruir, el mismo que utiliza el sistema de partidos no sólo para evitar cumplimientos contractuales sino para negar la propia naturaleza contractual de la democracia. El truco está en el ideologismo como sustituto de los compromisos electorales de sus programas. Si coincidimos en que el contrato, o el trato, es la base del comercio y la civilización, -y de la democracia- y si consideramos como elementos constitutivos básicos un programa de realización y dos voluntades sometidas a sus términos, ¿qué ilegitimidad o contradicción hay en la consecución de objetivos comunes mediante la servidumbre del compromiso? ¿Qué son la democracia o la libertad en estado cuántico puro? Nada; mitos, mentiras. Sólo mediante su decoherencia se crea realidad.

Mucho tiene que cambiar esta sociedad corrompida, desde palacio hasta el último arrabal, para que sea posible un mínimo amago de cambio. La corrupción es un problema, ante todo, intelectual. Vivimos una sociedad sin modelos ni referentes de calidad, completamente descabezada, zigzagueante cual pollo decapitado. Por eso critico ese exceso de optimismo que a veces se manifiesta sobre la idea de que la simple abstención mayoritaria sea la puerta al ansiado cambio.

Nos gusta el concepto de la libertad como máxima expresión de potencia, una fantasía ficticia y adolescente de poder ilimitado. Somos víctimas de nuestra propia repugnancia a los límites, al compromiso y a la servidumbre implícita en la responsabilidad. Por eso preferimos el ideologismo a las condiciones contractuales y su mecanización garantista. Creo que las sociedades configuran sus poderes a imagen y semejanza de ellas mismas y que ninguna voluntad de cambio político diferente a la existente puede surgir por generación espontánea  a partir de una hipotética, pero improbable, abstención masiva.

Lo “mafioso” no está sólo en la cabeza del régimen sino también en su cuerpo y extremidades. La mayoría acepta participar en esta mentira porque la considera inevitable y está incapacitada para considerar alternativas a una relación vertical con el poder. El desencanto de la abstención no dejará de ser mayoritariamente una queja elevada a instancias superiores, un ruego a su generosidad y clemencia. Mientras no cambie ese punto de vista los resultados serán los mismos con diversas formas. Esa lucidez no surgirá espontáneamente tras una desilusión general, no habrá ningún descenso pentecostal del espíritu democrático.

Haría falta menos sistematismo escolástico y más inducción nominalista, menos universalismo que nominalismo, menos enciclopedismo galo y un poquito más de empirismo anglosajón.