Corrían los tiempos del terror que supuso la Revolución Francesa cuando un joven médico, René Laënnec se dirigía, no sin cierta preocupación -no podía ser de otro modo- hacia el domicilio de una paciente suya.
La señora en cuestión era una cardiópata obesa, para con la cual la exploración suponía un auténtico suplicio: el pudoroso costumbrismo de la época exigía la práctica de la auscultación mediata (aplicar la oreja directamente sobre el pecho del enfermo) en una habitación y a oscuras. Las posibilidades de escuchar algo medianamente útil se difuminaban con ésta práctica rudimentaria, y de una manera particularmente llamativa por el sobrepeso.
Al poco de doblar la esquina unos niños despertaron la curiosidad de nuestro ensimismado Laënnec: jugaban con el tronco de un arbol que había sido abatido días antes, a tratar de identificar -escuchando- los sonidos que otro niño originaba, golpeando la madera desde el otro extremo.
El juego de estos niños supuso para Laënnec una fuente de revelación... Al llegar a casa de la paciente enrolló unos documentos que llevaba en la cartera, apoyó el cilindro resultante sobre su zona precordial, mientras aplicaba la oreja en el otro lado: lo que escuchó le sorprendió muy gratamente y supuso el descubrimiento del estetoscopio.
Los primeros estetoscopios fueron rígidos y de madera... La evolución les llevó a ser los fonendoscopios que actualmente conocemos: flexibles y de campana.