Ese otro cine español – Los atracadores (Francisco Rovira-Beleta, 1962)

Publicado el 03 noviembre 2014 por 39escalones

Durante los años 40 y 50, el cine criminal español consiste básicamente en un canto de alabanzas a las fuerzas del orden de la dictadura, una glosa favorable de sus miembros y sus actuaciones, en el que se pasa por alto a la Dirección General de Seguridad y a la policía política. Son, por tanto, las brigadas criminales y la Guardia Civil las protagonistas de este cine de intriga patrio que tapa todo lo que huele a política (salvo pequeñas alusiones veladas o explícitamente críticas con los elementos perturbadores del régimen), es su punto de vista el que se sigue, es su perspectiva la que se cuenta, y es su idea de orden y ley la que triunfa. Con el cambio de década, y durante buena parte de los años 60, este objeto cambia paulatinamente, el delincuente supera la estrecha dimensión del arquetipo y comienza a despertar mayor interés, se constituye en personaje al que cabe analizar, estudiar y comprender como vehículo para una nueva forma de acercamiento al hecho criminal, a la exploración de las diversas causas de la delincuencia (ya no se trata solamente de intentos de socavar el orden político, económico y social o de una maldad personal intrínseca que quepa retratar y aprovechar en términos moralizantes), a la psicología y las motivaciones de quienes cruzan al otro lado de la legalidad, ofreciendo como resultado un cine más complejo y socialmente comprometido, dentro de los límites, eso sí, que la censura permite, y que ya no se contenta con la acción o la elaboración de la trama como único argumento cinematográfico a considerar.

Los atracadores (Francisco Rovira-Beleta, 1962), que parte de la adaptación de una novela de Tomás Salvador, autor muy prolífico hoy prácticamente olvidado, aborda la cuestión criminal desde este nuevo ángulo y, con modos y maneras neorrealistas, cuenta la historia de Vidal, Carmelo y Ramón (Pierre Brice, Julián Mateos y Manuel Gil), pequeños delincuentes cuya deriva comienza con el asalto a una farmacia y que, en plena escalada criminal y durante el atraco a un cine, cometen su primer asesinato, entrando así en una dinámica de golpes y huidas cada vez más cruentos (a ello responde la estructura narrativa del filme, construida en episodios titulados Inquietud, Violencia y Muerte) hasta que sobreviene la lógica y trágica conclusión. No obstante, en este caso el relato no se ofrece desde la óptica policial o periodística, sino a través de la mirada de los propios delincuentes, cada uno de ellos con sus diferentes comportamientos, visiones y aspiraciones pero unidos por un asfixiante lazo común, una exposición de su vida interior, de sus reacciones respecto a lo que les acontece, una aproximación intimista que considera al delincuente un ser humano sujeto a los vaivenes de una vida socialmente condicionada que explica, al menos en parte, el por qué de su caída en desgracia.

Esta manera de presentar la historia va directamente ligada al origen literario del guión, obra de un Tomás Salvador que, pese a su labor como inspector de policía en Barcelona (y a su condición de veterano de la División Azul), se encuentra en lo ideológico poco próximo al régimen franquista, y que manifiesta un particular interés por confrontar las evoluciones de tres jóvenes que pertenecen a distintas clases sociales (el muchacho de buena familia coexiste con el desplazado charnego de la inmigración castellana, aragonesa o andaluza, desubicado en su nueva realidad urbana catalana; los barrios pudientes y acomodados, o los bloques de casas de la clase media, con las precarias barriadas del extrarradio y los solares y las naves portuarias) pero que se ven enfrentados a un mismo horizonte carente de prosperidad, ahogado en la confusión y la falta de alicientes y de capacidad de reacción producidas por la desesperación, y cuyo liderazgo asume “El Señorito” (Brice), el más osado y activo de los tres que, sin embargo, en el momento culminante revelará su debilidad y su infantilismo. Rovira-Beleta, uno de los cineastas españoles más prestigiosos de los 60, adopta las formas del neorrelismo italiano y del realismo poético francés (en especial, el comienzo en los muelles de Barcelona), con puntual uso de la cámara subjetiva, y proporciona un muestrario de imágenes poderosas y elocuentes, a menudo también simbólicas, que, aprovechando la realidad urbana barcelonea, intentan conjugar, por un lado, las exigencias políticas de la censura (el, suponemos, añadido por prescripción facultativa, discurso del padre de “El Señorito”, toda una concesión a los valores deseables según la moralidad pública franquista), y por otro al interés real del filme, el análisis intelectual de las causas sociales que llevan a determinada juventud a la delincuencia y las inevitables consecuencias que truncan su vida para siempre.

En este punto, Rovira-Beleta despliega las mejores secuencias, tanto en el sórdido retrato de los ambientes desolados y/o nocturnos en los que se mueven los personajes y las relaciones entre ellos (camaradería de circunstancias, el continuo desafío a sus respectivas virilidades) como en determinados giros que conmueven y asombran al espectador. Así ocurre, por ejemplo, en la agresión al chico que está con su novia en la playa, pero especialmente en el violento final de “El Señorito”, en el hueco de una escalera (magnífico contrapicado), un desenlace sobrecogedor. La cumbre de este desarrollo, que constituye además del clímax de la película la síntesis de sus distintos intereses, es el relato, a modo de epílogo, del confinamiento y ejecución a garrote, en el que Rovira-Beleta se recrea en el retrato de los tiempos y las liturgias propios de la muerte legalizada, un tramo final de 11 minutos de una película que asciende a los 109, que resulta apabullante, desasosegante, perturbador, y que al tiempo que advierte en el plano moral del destino al que conduce desviarse de los caminos socialmente aceptados, presenta a las claras, en toda su crudeza y rotundidad, la insuficiencia de la pena de muerte como “solución” al problema de la delincuencia, incluso en sociedades totalitarias que hacen de la muerte un instrumento político.