No, la cosa no va de OVNIS, sino de nazis. Como parte del esfuerzo de guerra británico, Michael Powell, con su camarada Emeric Presburger en el guion (premiado con el Óscar), dirigió en 1941 esta curiosa y atípica cinta situada en plena Segunda Guerra Mundial; atípica, porque transcurre en el Canadá alejado del frente; curiosa, por su premisa y su estructura: un destacamento de tripulantes de un submarino alemán, enviado en busca de víveres, queda aislado cerca de la bahía de Hudson cuando su nave es descubierta y hundida por la aviación canadiense. El oficial y su tropa de cinco hombres inician una desesperada aventura que tiene como objeto alcanzar la frontera con los Estados Unidos -todavía entonces país neutral-, y lograr así retornar a Alemania. Sus peripecias a lo largo y ancho de Canadá -las distintas dificultades que encuentran les obligan a alejarse hacia el Oeste y retornar hacia el Este a lo largo del paralelo 49, que marca la línea prácticamente recta de frontera entre ambos países y que da el título original al film- y los avatares de sus relaciones con la gente con la que entran en contacto están presentados de manera episódica, es decir, que la película se construye dramáticamente sobre capítulos que muestran momentos concretos de la inesperada y audaz huida de los seis fugitivos. Eso hace que buena parte de las estrellas anunciadas en el reparto (como Laurence Olivier, Raymond Massey o Leslie Howard) no estén presentes a lo largo de todo el metraje, solo en algunas de las historias particulares que lo conforman, dando vida a personajes cuya aparición está relacionada con el episodio en cuestión y sin que vuelvan a aparecer, recayendo el protagonismo en actores de perfil más bajo.
De este modo, el teniente Hirth (Eric Portman), un nazi de lo más fanático, y sus cinco hombres (Raymond Lovell, Niall MacGinnis, Peter Moore, John Chandos y Basil Appleby), asaltan un puesto comercial de la bahía de Hudson, reteniendo a sus ocupantes (el gran Finlay Currie y Laurence Olivier, que, curiosamente, da vida a un ordinario, vulgar y dicharachero trampero del Canadá francoparlante) para hacerse con provisiones, más armas, municiones e incluso robar una avioneta asesinando a sus tripulantes; van a parar a una comuna religiosa cuyos habitantes comparten su origen alemán; viajan hacia Winnipeg con el fin de cruzar la frontera estadounidense por un lugar discreto; se topan con un estudioso de la vida y la cultura de los indios de América (Leslie Howard), o, en un vagón del tren que hace la ruta entre los dos lados de las cataratas del Niágara, se topan con un desertor del ejército británico (Raymond Massey). La película narra tanto el deterioro de los infiltrados alemanes, su agotamiento y las bajas que van sufriendo, como expone una serie de puntos de vista sobre la ideología nazi y el comportamiento y la reacción ante ella de los sencillos habitantes de Canadá que en última instancia pretenden empatizar con el espectador (preferentemente norteamericano, en un momento en que las dinámicas intervencionistas y aislacionistas estaban en lo más alto de su pugna por hacerse con la opinión pública americana) y obligarle a tomar una postura activa, de carácter político y moral, ante lo que ve, y cuyo fin parece ser la suscripción de bonos de guerra o el apoyo de las tesis intervencionistas.
En este aspecto, la película muestra el fracaso de los ejercicios de proselitismo intentados por el teniente Hirth (incluso entre algunos de sus propios hombres, en especial el antiguo panadero que solo quiere un lugar tranquilo en que poder abstraerse de la guerra y dedicarse a hacer pan), el rechazo que despiertan sus tesis (rechazo instintivo por parte de la gente humilde, una oposición racional y científica si se trata de académicos -el personaje de Howard-, que equipara a los nazis con las culturas primitivas de los indios americanos, con el ofensivo componente racial que conlleva para Hirth), las cuales van acompañadas de minuciosas expresiones del comportamiento criminal que generan (Hirth no vacila en matar inocentes en su huida), al mismo tiempo que ensalza la unidad y la moral de combate de la población civil canadiense (y, por extensión, británica), su esfuerzo conjunto por apoyar a las tropas y a las autoridades en el frente doméstico (a este respecto, es ilustrativa la secuencia del festival indio, en la que son los ciudadanos los que descubren, persiguen y acorralan a uno de los alemanes). La película opone el autoengaño de los alemanes (su opinión de la escasa naturaleza combativa de sus enemigos, simplemente porque viven plácidamente en un país alejado del frente; los ejercicios de propaganda de las autoridades alemanas en relación con la “heroica” misión de Hirth y los suyos, su astucia y valentía para burlar a sus perseguidores, su condición de héroe del Reich…) a la capacidad de determinación y al carácter indómito de los británicos y canadienses (incluso de los desertores, el personaje de Massey), y por tanto otorga a este segundo grupo una superioridad moral, un legitimidad histórica y bélica que les hace ocupar el lugar positivo de la ecuación de los contendientes en la guerra. Por otro lado, la cinta busca congraciarse con el pueblo norteamericano, de ahí que la clave final de la historia venga proporcionada por el personal americano del tren fronterizo, que antepone la justicia y la moral al cumplimiento estricto de las leyes de aduanas, con el cual cuenta Hirth para salirse con la suya.
El factor político, por tanto, y las implicaciones morales, filosóficas y culturales de un hipotético triunfo del III Reich, con los diferentes personajes haciendo de altavoz sobre distintos puntos de vista, todos críticos con el nazismo, son los motores de una cinta que cuenta con la música del compositor inglés Ralph Vaughan Williams y la fotografía de Freddie Young, que alterna los pasajes dramáticos con retratos en blanco y negro de los hermosos paisajes canadienses e imágenes documentales de la vida en Canadá y de los festivales indígenas que por entonces -y aun hoy- reivindicaban las raíces culturales de los nativos. Repleta de encrucijadas éticas y políticas, resueltas con más intención política que coherencia dramática, esta película, de naturaleza claramente discursiva, se erige en ejemplo de cómo el cine puede contribuir a la propaganda oficial de uno de los bandos en liza, aunque también formula un rechazo absoluto a toda aquella circunstancia que pueda conducir al enfrentamiento bélico entre seres humanos. A destacar, la interpretación de Olivier y la aparición final de Massey, la triste connotación que rodea al personaje de Howard (el actor murió poco después, precisamente a causa de la guerra: el avión en el que viajaba, de la ruta Londres-Lisboa, desapareció) y la carga ideológica del guion, premiado con el Óscar probablemente más como signo de apoyo de Hollywood al esfuerzo bélico que por su calidad propiamente dicha.