Esos locos maravillosos (I): Tenebre (Dario Argento, 1982)

Publicado el 02 febrero 2015 por 39escalones

Conviene no tomarse demasiado en serio el giallo (en italiano ‘amarillo’, nombre tomado de las cubiertas de unas populares novelas de bolsillo de los años treinta), ese subgénero italiano del cine de terror que combina thriller, erotismo, violencia morbosa y psicoanálisis de baratillo. Su única oportunidad de disfrute depende de la capacidad del espectador para abstraerse de las inconsistencias narrativas y las caprichosas incoherencias argumentales que suelen contener esta clase de películas, y de su voluntad para centrarse en la vocación de autoparodia que preside las más celebradas de ellas. Así, la ironía, el humor negro, la celebración del absurdo más retorcido, de la recreación en el sensacionalismo más bochornoso y delirante, constituyen los mayores alicientes (junto con las carcajadas más o menos intencionadamente buscadas) para el visionado voluntario de esta familia de filmes de la factoría de Mario Bava, Dario Argento o sus derivados ibéricos del egomaníaco Paul Naschy o del infatigable Jesús Franco.

La trama (es un decir) de Tenebre, uno de los máximos clásicos del subgénero, presenta a Peter Neal (Anthony Franciosa), un famoso escritor americano de novelas de intriga y asesinatos, que vuela a Roma desde Nueva York (acude al aeropuerto… ¡¡¡en bicicleta!!!, siguiendo al coche que porta su equipaje) para la promoción de su última novela (su título coincide con el de la película). Una vez allí, comienzan a cometerse sangrientos crímenes inspirados directamente en las páginas escritas por Paul, quien en su hotel no deja de recibir anónimos con extractos de frases y párrafos de su libro. Los detectives Germani (Giuliano Gemma) y Altieri (Carola Stagnaro) andan de inmediato tras la pista del asesino, pero las muertes sucesivas hacen que Paul se encargue personalmente de desenmascararle con ayuda de un becario de su editorial italiana (Christian Borromeo), un misterio en el que se ven involucrados el editor (John Saxon), un famoso presentador televisivo (John Steiner) y un montón de mujeres macizas (Mirella D’Angelo, Veronica Lario, Ania Perioni, Lara Wendel…).

Porque una de las señas de identidad del giallo es la inclusión en el reparto de actrices de buen ver que, oportunamente ligeras de ropa, sean víctimas preferentes para criminales y psicópatas de todo pelaje. El erotismo, uno de los motores principales de este tipo de películas, a menudo próximas en cuanto a estética, atmósferas y precariedades presupuestarias al cine erótico o directamente pornográfico (de hecho, directores como Jesús Franco saltaron indistintamente de uno a otro), salpica constantemente Tenebre hasta el punto de que el denominador común a todos los crímenes cometidos en la persona de mujeres no es otro que su estado de semidesnudez, su disposición a tener sexo o el hecho de haberlo tenido recientemente.Si bien otra de las notas consustanciales a este erotismo es su carácter pacato. Es decir, se insinúa, se muestra (los pechos femeninos, principalmente), se juguetea (no faltan los apuntes lésbicos), pero el meollo de esta tendencia sexual se reserva a la explosión criminal de las elaboradas escenas de asesinato, que no dejan de ser en cierto modo plasmación de los deseos sexuales de los criminales protagonistas. En este caso, esos cuerpos semidesnudos desgarrados y troceados con una reluciente navaja de afeitar o brutalmente mutilados con un hacha remiten directamente al símil sexual en una concepción extrema que se atribuye a las mentes enfermas debido a alguna clase de trauma psicológico.

En el giallo lo que menos importa es el argumento. Toda la fuerza estética y visual se concentra en la creación de atmósferas enrarecidas y en las barrocas y bizarras escenografías de los asesinatos, quedando la trama, la psicología de los personajes, sus relaciones y el dibujo de situaciones subordinados a los fantasiosos diseños de cada crimen. Estas escenas son las más largas del film, mientras las que en cualquier película constituyen su estructura principal (diálogos, acción, relaciones) quedan relegadas a simple metraje de transición entre crimen y crimen, a menudo concebidos en escalada (como en este caso, en que cada asesinato supera en sangre y encarnizamiento al anterior) hasta la eclosión final, que en Tenebre alcanza extremos de carrusel con la sucesión en pocos minutos de cuatro finales sorpresa, a cada cual más absurdo e imposible a la vista del anterior metraje y de las implicaciones de la historia. Siempre en busca de una coartada psicoanalítica que “explique” la resolución del argumento, en esta cinta de Argento, su concepción y puesta en imágenes va más allá de la broma macabra para situarse en el terreno del mal chiste delirante, remitiéndose a unas cuantas tomas oníricas de naturaleza vaga y ambigua y a unos exteriores playeros en los que una muchacha retoza o se dispone al sexo oral con un grupo de jovencitos, unos actos que incluyen cierta dosis de sometimiento, de forzamiento, que habría originado ese trauma capital en la persona del asesino.

Pero Dario Argento no ha labrado su fama internacional por nada. La película está sembrada de pequeños instantes de gran talento, de algún diálogo con cierta chispa y de algunas situaciones de mérito. Ciertamente, ninguno de los asesinatos se sostiene con un mínimo de exigencia en cuanto al guión y a la evolución e integridad de los personajes, pero el ritual de su elaboración supone a menudo un pequeño prodigio (por lo general abusivamente prolongado) en cuanto a la manipulación de las expectativas del público. En la primera muerte, la amenaza que se cierne sobre la ladrona (una chica muy potente que roba en comercios pero al mismo tiempo vive en una pedazo de casa de una zona residencial) queda minorada por el acoso al que la somete un vejestorio muy salido con el que se cruza y que no deja de gritarle guarradas e incluso pretende colarse en su casa; en la segunda, la discusión doméstica entre las amantes lesbianas oculta la presencia del asesino hasta última hora; finalmente, en el clímax, las sucesivas conclusiones sorpresivas se anulan y niegan unas a otras, hasta que la última invita más a una sonrisa cómplice que a la consideración en serio como colofón de un film con pretensiones de llamarse cine. La cima de la película, por más rocambolesca que sea su intencionado uso de la casualidad (la chica va a parar justamente a la guarida del asesino… o de uno de los asesinos…), es la secuencia del doberman, tan angustiosa, dosificada y tan bien filmada que hace olvidar por un momento que uno asiste a una autoparodia, y que se enfrenta a una película de terror de primer nivel. Por desgracia, Dario Argento la hace durar demasiado, y en su desarrollo final incluye algunos momentos involuntariamente cómicos que casi logran arruinarla.

Irrelevante en cuanto a interpretaciones (la fórmula habitual de estos filmes combina intérpretes italianos con viejas glorias anglosajonas en horas bajas o pretendidas estrellas que no han abandonado el terreno de la mediocridad), especialmente lamentables en el caso de las chicas-florero (el doblaje al español consigue lo que parece imposible, que las actuaciones parezcan todavía peores), con un guión cogido con pinzas, una fotografía concebida únicamente para exaltar el rojo sangre y utilizar los juegos de luces según los efectismos y los giros deseados para la arquitectura de sustos y repelencias que se desean provocar, una música anticlimática las más veces que es puramente ochentera (para mal), lo curioso de Tenebre es que descarta la importancia de lo esencialmente cinematográfico frente a lo accesorio, sacrificando toda idea de solidez narrativa y de homegeneidad formal en favor del puntual impacto visual, ya sea sexual, criminal o, con mayor frecuencia, la combinación de ambos.