El debut en el largometraje (cabe llamarlo así aunque dure 74 minutos) de Francis Coppola (entonces no se había añadido todavía el ‘Ford’) bebe directamente de dos fuentes: el cine de terror de Roger Corman (no en vano, el prolífico director oficia aquí de productor) y la influencia de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock), estrenada tres años antes. De Corman, Coppola, que también escribe el guión, asume la ambientación de su retorcida historia en un malsano caserón irlandés repleto de seres ambiguos y egoístas cuyos objetivos no quedan muy claros, pero que se adivinan ligados al crimen o al deseo o la necesidad de cometerlo. De Hitchcock, de ese Hitchcock, la trama emula una celebrada novedad y una característica visual: respecto a lo primero, el giro argumental severo al primer tercio de película que hace que el panorama y el objeto de la película cambie radicalmente para el espectador, y que de la intriga y el thriller se cruce la delgada línea que los separa del cine de horror; en segundo lugar, la truculencia aparición de un criminal que asesina con golpes que son sentencias inapelables.
El tiempo a las órdenes de Corman proporciona a Coppola una galería de personajes y escenarios cuya interacción abre múltiples vías de misterio: en la mansión irlandesa de los Haloran, una vetusta construcción de negro pasado (en ella falleció el patriarca, un famoso escultor, y luego sabremos que varios antepasados han tenido allí muertes tan terribles como aparentemente azarosas), una familia se reúne para la ceremonia anual de duelo por Kathleen, la benjamina, ahogada en el lago de la finca unos cuantos años atrás. A la matriarca (Eithne Dunne) y los tres hijos, Richard (William Campbell), Billy (Bart Patton) y John (Peter Read), se suman la esposa americana de este, Louise (Luana Anders) y más adelante lo hará la prometida de Richard, también americana, Kane (Mary Mitchell). A Louise no le gusta el testamento que ha redactado Lady Haloran, que pretende dejar la fortuna familiar para obras benéficas, y reprocha a su esposo, John, un hombre débil y enfermizo (tiene el corazón débil), con quien no mantiene precisamente una relación de pareja ejemplar, su pasotismo y su negligencia. La violenta discusión provoca un infarto a John, que muere en el acto. De inmediato, Louise concibe un ambicioso plan: dirá a la familia que John ha tenido que salir en urgente viaje de negocios para Nueva York y, mientras la familia está ocupada con la ceremonia de Kathleen, utilizará el recuerdo de la niña para influir en Lady Haloran y conseguir un cambio en el testamento a favor de John y, por extensión, dadas las circunstancias, de ella misma. Pero Louise no es la única que busca sacar provecho de la situación: todos en la casa abrigan motivos para extraños comportamientos, incluido el doctor Caleb (Patrick Magee), se adivinan antiguos odios y viejos traumas que no van a poner fácil la tarea a Louise, y aunque ella piensa que la historia del encantamiento de la casa y la presencia fantasmal de Kathleen pueden ayudarla a lograr su objetivo, comete un terrible error de cálculo…
La película se beneficia de la necesaria economía narrativa dictada por el bajo presupuesto, detalle que se traslada a la precariedad de medios y de formato en blanco y negro y a lo limitado de las localizaciones empleadas, planos generales de la mansión, escasos interiores desprovistos de planos de gran amplitud, exteriores en el jardín y en torno al lago y una breve salida a un típico pub de la zona, pero Coppola se las arregla bastante bien para construir una atmósfera enrarecida, un clima cargado de densos silencios y elocuentes ausencias. En este punto, resulta crucial la dirección artística, que permite a Coppola aprovechar aquellos elementos del escenario (corredores, pasillos, escaleras, cuartos vacíos, puertas cerradas, sombras nocturnas…) o del utillaje (las muñecas abandonadas de la joven Kathleen, las esculturas del viejo Haloran, la diadema de plata o el hacha clavada en un árbol…) que sirven mejor al propósito de edificar un clima desasosegante, incómodo, lleno de secretos y de preguntas sin respuesta.No obstante, abundan los defectos resultado de un montaje apresurado o de un guión con más de un cabo suelto y alguna que otra incoherencia (la secuencia nocturna rodada bajo las aguas a lo Charles Laughton, sumergiéndose de noche en el lago y moviéndose como pez en el agua por un fondo iluminado no se sabe muy bien cómo…; o su consecuencia, el momento en que las viejas muñecas de Kathleen emergen del fondo a la superficie, despertando la alarma de Lady Haloran, que las ve desde donde es imposible que las vea, y menos aún que oiga en rumor de las aguas al vomitarlas a la superficie…). Igualmente, el aspecto ‘fantasmal’ de la trama no termina de explotarse adecuadamente, y el giro psicológico, la conversión del argumento desde una historia de picardías familiares y rivalidades por la riqueza de los Haloran al trauma infantil, además de quedar apuntado hasta lo previsible demasiado pronto, no termina de estar bien encajado a pesar del acertado tratamiento de la sorpresa que altera el curso del guión y del excelente desarrollo enfermizo de la espiral de crímenes que empieza a sacudir la propiedad de los Haloran, el cual, no obstante, deja muchos interrogantes en el aire, todo ello bajo el impacto de la acertada música de Ronald Stein. En cuanto a las interpretaciones, la más destacable es la de Patrick Magee como el ambiguo, socarrón e indefinido doctor Caleb, cuyos intereses no quedan muy claros en ningún momento, personaje lleno de dobleces que se adjudica las mejores frases de la película, y que ejerce un papel determinante en su conclusión.
Con una estética que por momentos sugiere la idea de que se trata de un trabajo de final de curso del meritorio alumno una escuela de cine, atesorando un puñado de impactantes imágenes (en especial, el descubrmiento del cuerpo colgado del gancho…), la cinta al menos cautiva por su humildad, su voluntarismo, su frescura y su falta de pretensiones, y proporciona el interés añadido de observar los primeros pasos de un cineasta que poco después se hará un nombre imperecedero dentro del Nuevo Hollywood y firmará títulos para la historia, que se abrió puertas cultivando el cine de género.