Espacio mínimo habitable

Por Federicogbarba

Usuarios en un hotel capsula japonés. Imagen: Avy Abrams, Flickr


Determinar cuál es el mínimo espacio habitable ha sido una cuestión recurrente en los últimos años en relación a la necesaria transformación de la producción establecida de vivienda social. En este asunto, el enfoque de la discusión se suele orientar hacia las cuestiones de espacio y las superficies necesarias. Mientras los problemas relacionados con las infraestructuras y las conexiones con las redes suelen quedar relegados a un segundo plano Es sintomático de la orientación excesivamente formal de la arquitectura actual hacia la imagen en la que no se le suele prestar mucha atención a la disposición de servicios y los sistemas constructivos necesarios.

En las primeras décadas del siglo XX hubo un debate intenso sobre esta cuestión: cuál podría ser el mínimo espacio necesario para la habitación familiar. El llamado 'existenz minimum' fue motivo inspirador de uno de los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna, el que tuvo lugar en Frankfurt en 1929 auspiciado por Ernst May. Los discursos sociales de inspiración marxista sobre las necesidades de las clases trabajadoras tuvieron algo que ver en este interés de los arquitectos sobre la determinación de la vivienda mínima adecuada para el desarrollo de la vida familiar. Una deriva interesante de estos planteamientos fue el pensamiento sobre la ciudad y la arquitectura residencial de masas que dio lugar a determinados episodios heroicos de la historia de la disciplina en países como Holanda y Alemania. Como resultado de esas deliberaciones surgió el concepto de vivienda mínima que inspiró el trabajo de análisis sobre series tipológicas de viviendas de Alexander Klein, que se publicó en 1930 como 'Beiträge zur Wohnungsfrage als praktische Wissenschaft' (Cuestiones sobre la vivienda como ciencia práctica) y que posteriormente recogió en su ensayo 'Vivienda Mínima' 1906-1957 (editado en España por Gustavo Pili en 1980). Ahí se evaluó en profundidad el problema de las superficies existenciales necesarias para la residencia de la familia obrera y ese esfuerzo ha dado lugar a una casuística muy concreta de la vivienda social. En nuestro país tuvo una repercusión política, e incluso normativa, a partir de la década de los años 60 con el establecimiento del intervalo superficial de la llamada vivienda protegida y, más allá, los requisitos administrativos para la producción pública de vivienda social. Un marco legal que ha derivado en un entorno coercitivo que no se adapta adecuadamente a la evolución experimentada por las nuevas formas de convivencia familiar. Los requisitos espaciales de la llamada vivienda protegida ha seguido conservando unos estándares superficiales y unos espacios mínimos que servían para una familia ideal compuesta por padre, madre y varios hijos, que podría ser el modelo habitual en 1950 pero que hoy no responde para nada a una realidad sociológica totalmente diferente.

UN-House. Reiner Bahma y François d'Allegret (1965).

La evolución del concepto de espacio mínimo habitable ha tenido diversos saltos temporales durante todo el siglo XX hasta alcanzar una formulación extrema en los años 60 y 70. Un ejemplo de estas preocupaciones lo reflejaba el crítico británico Reiner Banham cuando presentaba el concepto de burbuja ambiental como una alternativa viable a los mínimos requerimientos habitacionales. Su imagen seccionada de la Un-House le presentaba desnudo junto a su amigo François D’Allegret en un entorno climatizado formado por una membrana transparente e hinchable, junto a unos elementos centrales de comunicación. La burbuja ambiental de Banham se situaba idealmente en un lugar cualquiera representado por una roca indeterminada. Era este un concepto apoyado en una supuesta ultra tecnología que pretendía abrir un campo de debate que iba más allá de la cuestión técnica para espolear una transformación estética del entorno habitado. La estrategia de aquellos arquitectos británicos de los años 60, como el grupo Archigram, se orientaría a actuar, en estos casos, como auténticos provocadores con el objetivo de producir una renovación ante todo estética de la arquitectura. Un esfuerzo que fructificaría años después en la obra de compatriotas suyos como Norman Foster y Richard Rogers. El Centro Pompidou en París daría carta de naturaleza a esta visión tecnológica de la última arquitectura de vanguardia.

Unidad habitable de la Torre Nagakin. Kisho Kurokawa. Tokyo (1972).

En los años 50 surgió también un interesante grupo de debate sobre cuales deberían ser las estrategias para albergar a la población en zonas densamente pobladas. Este movimiento se autodenominó Metabolista y se desarrolló fundamentalmente en Japón. Su planteamiento se basaba en la imitación de las formas naturales en su acomodo a las condiciones ambientales de contorno y la aplicación de las tecnologías más avanzadas para lograr la mejor respuesta construida y de encaje en la red de servicios. La inspiración en las estructuras y formas orgánicas les llevó a poner un especial énfasis en la disposición de las infraestructuras técnicas como un elemento que pauta irremisiblemente la composición de la arquitectura. Uno de los ejemplos más significativos del movimiento de Arquitectura Metabolista es la Torre Nagakin, terminada en 1972 por Kisho Kurokawa en el barrio de Ginza en Tokio. Desgraciadamente, parece que está a punto de desaparecer como consecuencia de la falta de mantenimiento técnico y constructivo y su sustitución por otro edificio que intensifique el denso proceso especulativo de esta parte de la ciudad japonesa. El complejo Nagakin consiste en la agrupación flexible de un conjunto de capsulas habitables unipersonales que permitían el acomodo vital en unas condiciones espaciales y de servicios mínimas. Sería la expresión final y tecnológica de aquellas ideas relacionadas con el 'existenz minimun' del que tanto se discutió en el mundo de la arquitectura internacional desde un siglo atrás.


Planta de distribución de un Capsule Hotel en Tokyo.

Una deriva interesante y curiosa de esta búsqueda del espacio mínimo es la que suponen los hoteles-capsula japoneses. Una necesidad social sobrevenida -la que en su momento supuso la alternativa al regreso tardío al hogar para los oficinistas de los céntricos barrios de la capital nipona- dio origen a un nicho de negocio que ha configurado una forma de organización espacial que hoy es también un atractivo turístico más. La disposición tipológica de los hoteles capsula, inspirados en el precedente de la Torre Nagakin, se suele organizar mediante unidades de dormitorios alineados en cubículos superpuestos a lo largo de pasillos estrechos junto a espacios comunes de aseo y almacenamiento. Otra característica de estos edificios es la aportación de un entorno habitable personal altamente sofisticado en el que se dispone de acceso a telecomunicaciones digitales y entretenimiento visual muy sofisticado. El hotel cápsula japonés se adapta a un entorno de una densidad extraordinaria y a unos costes inmobiliarios altísimos. En la competencia extrema por el espacio parece que se vuelve a la conformación de un entorno matriz muy similar al útero materno y que ofrece alimento intelectual.


Interior de la unidad habitable del hotel capsula. Foto: Tyas, Flickr

Una última propuesta, quizás más futurista y por ello puede ser una anticipación interesante, es la que ha sido denominada como arquitectura de terminales. Es una idea que el periodista británico Martin Pawley propuso en 1998, en su último y póstumo libro del mismo título, 'Terminal Architecture'. Allí describía un porvenir de maquinas ambientales que permitían la reconfiguración del entorno personal a voluntad del usuario. La disposición de un espacio protegido por una lámina -a la manera de la UN-House de Banham- ofrecería a sus habitantes la recreación de cualquier espacio visual, paisaje o arquitectura mediante proyectores holográficos. La terminal arquitectónica así imaginada conectaría imaginariamente a cada usuario con el mundo de una manera inmaterial. Pawley argumentaba que toda la arquitectura reciente sufre de un importante error conceptual. Los esfuerzos de diseño se orientan masivamente a la definición formal, diría objetual de los edificios, justo en un momento en que esa estrategia ha dejado de tener un sentido y no está dentro de los intereses tanto sociales como de la economía en general. Mientras, los arquitectos se esfuerzan incoherentemente en dotar a la arquitectura con una imagen identificable, lo que está dando lugar a unos entornos urbanos cacofónicos, llenos de edificios que expresan estilos dispares y confusos. Sin embargo la apariencia de los edificios es una cuestión que está dejando de ser relevante en una época de distribución masiva de información digital. La concepción monumental de la arquitectura solo tiene sentido en estos momentos, en cuanto aporta marca a las grandes empresas o se inserta en la industria turística de las ciudades en competencia. La gran masa de la arquitectura contemporánea no va a poseer una significación cultural, en cuanto su papel fundamental va a ser funcional ante todo, por su condición de espacio final de enlace con las redes eléctricas y de telecomunicaciones. De hecho el anonimato y el camuflaje se han convertido ya en las tácticas esenciales para el desarrollo de la arquitectura ligada a las empresas transnacionales. Hoy en día, la amenaza del terrorismo ha espoleado la búsqueda de la seguridad a través de la localización de las infraestructuras básicas en espacios anodinos y no identificables. Los centros de datos de los que he hablado en otra ocasión, son piezas esenciales del sistema de distribución en red de la información y esta arquitectura no tiene un correlato narrativo muy brillante: grandes estructuras de naves casi ocultas, situadas en parques empresariales insustanciales, próximas a las grandes redes viarias y de la comunicación telemática.


Centro de datos de la empresa Google en la universidad holandesa de Groningen. Foto: Erwin Boogert, Flickr

Existen ejemplos significativos a este respecto como algunos que ya señalaba Pawley en su libro: 'El edificio para la sede de la empresa Exxon en Dallas', un trabajo del equipo Hellmuth, Obata y Kassabaum de 1996 es un proyecto absolutamente desconocido porque la propia empresa exigió el anonimato total. En ese caso se impidió radicalmente la publicación de sus características espaciales en la prensa especializada, o simplemente la difusión de imágenes sobre su aspecto exterior. O el caso de la empresa Lufthansa que cuenta con oficinas públicas en todas las principales ciudades alemanas y algunas otras en el resto del mundo pero que, sin embargo, el centro donde se produce la actividad económica principal, es decir su central de reservas, se realiza en un edificio desconocido en un polígono industrial impersonal en la región irlandesa de Galway. Debido a este fenómeno también, la arquitectura popular de nuestro tiempo, aquella relacionada con la producción de vivienda contemporánea, recurre a la estrategia de la representación de pasados históricos soñados e idealizados. Lo importante no es ya el continente sino la calidad de su conexión con las redes de servicios y, principalmente, con el acceso a las telecomunicaciones. Deberíamos de dejar de pensar en la arquitectura como un reclamo publicitario y pasar a interesarnos más en cuales son sus funcionalidades esenciales y, por ello, en la importancia de la disposición de las redes de infraestructuras que lo conectan con el territorio circundante y con el mundo en general. Se debe incidir no sólo en la forma en que llegan y salen el agua y los productos físicos que consumimos, sino también en toda aquella mercancía inmaterial que depende de un suministro eléctrico y de información de calidad.


Torre Nagakin en el barrio de Ginza en Tokyo. Kisho Kurokawa, 1972>