Las elecciones municipales y autonómicas del 22 de mayo marcan un punto de no retorno por muchos años para la política y la sociedad españolas. España vivía al borde del precipio y como en la famosa frase de Groucho Marx, el país ha dado un decidido paso al frente.
Si al parecer el electorado tradicional del PSOE -las clases trabajadoras y populares- ha optado por la deserción en masa rumbo a la abstención (ninguna novedad, solo una acelaración de un proceso de años-, el electorado de derechas -clases altas de toda la vida y clases medias con aspiraciones- se muestra firme como una roca en su pretensión de agarrar el poder a cualquier precio, incluso (o precisamente por ello) si en quienes delegan para ejercerlo constituyen la mayor agrupación de corruptos habida en España desde la disolución del Régimen franquista.
Las cosas no pasan porque sí, obviamente. El PSOE es un partido que viene adjurando de sí mismo desde principios de los ochenta, cuando hubo de enfrentarse a la misma tarea que sus antecesores en 1931, apenas instaurada la Segunda República: limpiar la cuadra heredada del Régimen anterior y "hacer que España funcione", como declaró Felipe González cuando le preguntaron en qué consistía el cambio que proponían los socialistas en 1982. En ese tarea el PSOE se fue dejando girones de su identidad, moviéndose cada vez más a la derecha, hasta que la llegada de Zapatero aceleró de modo dramático el proceso de deconstrucción del ideario socialista.
La confusión de estos últimos años ha sido tal, que durante su primer mandato el zapaterismo llegó a llamar "políticas sociales" a la ampliación de derechos civiles para minorías vinculadas a las clases medias emergentes. De transformaciones sociales, cero, y menos aún de beneficios para las clases trabajadoras, a las que además se ha obligado a cargar en exclusiva con el peso de la crisis. Por cierto que años atrás se había decretado desde la política, los medios y la Universidad la desaparición de la clase obrera: todos éramos clase media, y nuestros valores debían adecuarse a esa circunstancia. La alienación y la aculturación de masas (fútbol, famoseo), han actuado como eficaces instrumentos de mbrutecimiento colectivo, pero también lo han sido el individualismo feroz y el consumismo desenfrenado.
El partido que debía ser el instrumento del cambio social, el PSOE, ha terminado convertido en una oficina de colocación de mediocres, trepas, vividores de cualquier pelaje e indocumentados de toda laya, para asombro de la mayoría de sus militantes de base y votantes. Ya lo dijo Zapatero en sus años de gloria, aludiendo a las primeras críticas contra la falta de preparación y experiencia de la mayoría de sus ministras y ministros: "cualquiera debería poder ser ministro". Efectivamente, así ha sido. Con honrosísimas excepciones, la lista de ministros del Gobierno y de dirigentes del partido ofrece una suma espeluznante de individuos cuya incompetencia supina suele correr pareja a la arrogancia bobalicona; hace poco, alguien tan poco sospechoso como el escritor Julián Marías se despachaba a gusto en el dominical de El País contra la colección de "ministros idiotas" (sic) reunida por Zapatero.
Naturalmente todo esto no ha hecho más que acelerar la hegemonía política de la extrema derecha/derecha extrema parlamentaria española y de las derechas nacionalistas/regionalistas periféricas, máxime cuando el lubricante de la corrupción les está abriendo puertas insospechadas en sectores sociales enteros que se dejan comprar a cambio de las migajas del pastel. Hace ya algún tiempo que uno de los geniales dibujos de El Roto lo resumía con todo acierto: "la corrupción crea empleo". Efectivamente, en Valencia, Madrid y Baleares, sin ir más lejos tenemos la prueba: el PP arrasa en esas comunidades encabezado por políticos que son algo más que presuntos actores de corrupción, precisamente porque han logrado pudrir de arriba abajo, capilarmente, esas sociedades; del especulador inmobiliario al chapuzas que cobra en dinero negro, todos se sienten parte de ese proyecto de "generación de riqueza". Las derechas periféricas por su parte, necesitan pocas lecciones en ese terreno: hace tiempo que gestionan sus propias redes de corrupción social, si bien en general con mayor discreción y capacidad de disimulo.
El pasado 22 de mayo el electorado español ha bendecido todo esto. Unos, tirando la toalla y quedándose en su casa, los otros con su voto a favor de listas manejadas por corruptos y corruptores. Tras las bambalinas del teatrillo el gansterismo de mercado, en frase afortunada de Manuel Rivas, dicta las normas de funcionamiento y destruye la conciencias de quienes lo acatan. La rebelión contra este estado de cosas comienza a ser una cuestión de higiene mental.
En la imagen que ilustra el post, Mariano Rajoy, líder del PP, saluda en un mitin entre Rita Barberá, la alcaldesa de Valencia que según grabaciones policiales exigía a Gürtel bolsos de marca Louis Vuitton como regalo, y el presidente de la Generalitat Valenciana, Francisco Camps, alias El Curita dentro de la mayor red de corrupción de la historia de España.